Hoy: 23 de noviembre de 2024
PEDRO JIMÉNEZ HERVAS
Escritor y dramaturgo
Estamos llegando a un momento en que, si quieres que te atienda un médico, lo mejor es que vayas a las urgencias de un hospital. Olvídate del centro de salud de tu barrio porque, lo más seguro, es que ande justito de personal sanitario. Y el poco que quede estará “más que harto, y ya no quiere seguir soportándolo”, como el protagonista de la película Network.
Lo malo es que, si todos vamos directamente a los hospitales ante cualquier dolencia, las urgencias se saturarán y el caos se apoderará de un sistema de salud del que los españoles nos sentimos todavía muy orgullosos. Eso sin contar el coste que podrían generar para un país unas patologías que tienen que resolverse en un centro de salud mínimamente aseado.
Las condiciones precarias, el desprestigio social, las agresiones sufridas y la saturación laboral (tres minutos para cada paciente) psíquica y administrativa que vive la Atención Primaria, agravada por la crisis derivada del coronavirus, han situado este servicio fundamental en una posición límite, que puede llegar a ser dramática si consideramos el futuro que les espera a los enfermos crónicos (falta de médicos de familia) o a los bebés, niñas y niños con las necesidades de supervisión lógicas (falta de pediatras)
No resulta extraño que este año se haya producido un hecho preocupante. Tras la adjudicación de las plazas MIR, de las 8.188 vacantes ofertadas por el ministerio, 218 de estas plazas, correspondientes a Medicina Familiar y Comunitaria, han quedado sin asignar. De hecho, según el Foro de Atención Primaria, son necesarios 5.000 médicos de familia y 1.300 pediatras, que además de ejercer una medicina de calidad, deberían dedicar tiempo para la investigación y la docencia. Y no a tanta tarea administrativa, como es la realización de informes, partes y recetas.
La sanidad siempre ha sido objeto de codicia de los más desalmados; esos que desean centros de salud sin médicos, hospitales sin aire acondicionado, pasillos hospitalarios repletos de camas, listas de espera interminables y una medicina cada vez más inclinada al negocio. Un negocio que sólo se ocupa de los tratamientos sencillos y rentables. Si la cosa se complica, fuera. Si el parto se complica, fuera. Si la enfermedad es grave, fuera. Y si el paciente va a estar mucho tiempo ingresado, ya no me interesa. Es así de sencillo.
El deterioro de la sanidad pública es un aviso de que el estado de bienestar ha sido un lujo que puede tener fecha de caducidad. Basta con examinar las cifras para comprender que la degradación del sistema forma parte de un plan de austeridad en el que la inversión sanitaria en esta última década ha disminuido un 8% y la inversión en Atención Primaria ha bajado un 12%.
Los fondos de inversión, los amos de la gestión privada y los especuladores habituales planean ávidos en busca de dinero y viejas formas de pensamiento, más retrógrado y reaccionario. Los derechos de las personas empiezan a sonar a invento trasnochado. Ahora se trata de volver al hombre del rifle. A ver quién dispara más rápido. Y los débiles, los que no sepan adaptarse, o los que no consigan alcanzar la meta, que se pongan a trabajar de inmediato para los nuevos dueños. Los triunfadores de sonrisa falsa. Los mismos que necesitan esclavos para su causa. Y enfermos no demasiado graves.