Hoy: 23 de noviembre de 2024
Se levantó de la cama sin ganas, dio los buenos días a sus canas. Cincuenta y un años en su piel, cuarteada en zanjas por donde se perdía el néctar de la vida de su cara ausente. Autómata y asentimental se limpió los restos de café con una servilleta, sabiendo que el baño era ahora su meta. Espuma para el rasurado, resiliencia para un divorciado, desempleado, asqueado…Todos los participios negativos en su cerebro desgastado. Indeciso. ¿Para qué ducharme?, pensó. ¿Debería marcharme?, reflexionó. ¿Del todo? No serás capaz, reconoció. No empieces con ese banal victimismo de cobardes sin límites, se castigó. No se duchó y se dirigió a su habitación, donde la ropa del pasado le sugirió: tírame o regálame, pero sácame de aquí, lejos de ti. Se despidió de aquel jersey –ya harapo- que tiempo atrás le hizo sentir guapo. Rojo, de algodón mullido; lucía un agujero recosido. Da vergüenza, ya has cumplido, dijo con firmeza.
La prenda escarlata despertó una chispa en Juan: melancolía dulce y amarga. El autómata vio su reflejo con barba, careta peluda encubriendo su hastío por décadas, recortada con esmero para encontrar a quien decir te quiero. Adiós a la máscara mientras surcaban su rostro los cortafuegos, al sonido de una cuchilla sesgando las llamaradas de libido. Enjuagó su nueva imagen. Se regaló una sonrisa arcaica de medio lado y el espejo se lo agradeció con un leve destello de añoranza. Corrió hasta la bolsa con harapos en un brote de esperanza y rescató su suéter como marinero salva a sirena en alta mar. Abrazó la lana roja, se puso el jersey y se impuso una ley: no mires atrás.
Un nuevo día, un único momento, pulsación tras pulsación, renació su alma, su energía, su corazón, da igual el nombre; era un nuevo hombre. Lo sería cada día, sus sueños se regenerarían cada noche. El amanecer como regalo, el atardecer como elixir; lo que llaman revelación, o despertar. Y se dijo sonriente: esto es existir. Y decidió amarse, sabiendo que lo conseguiría.
Salió a la calle con su jersey agujereado, el bofetón de ruidos de la ciudad trasmutó a un abrazo para el autómata renovado que, gracias al afeitado, puso sentir la caricia de un viento amable. Un ser nuevo a cada instante caminando hacia el parque donde los rostros de los otros ya no eran tan distantes, ni los pájaros que ahora escuchaba cantar. La penumbra de los edificios sobre él le hacía menos daño, no importaba quién era sino de qué formaba parte.
Caminó despierto por primera vez en mucho tiempo, sin saber que ese sería el último día de su vida. Las horas infinitas en las que cada respiración era importante, cada segundo un mundo para conquistar era lo que tenía por delante. Ese rato significó más que una vida entera. Tuvo suerte: se enamoró de la vida a unos pasos de la muerte.