Hoy: 10 de diciembre de 2024
El hombre-ave cortaba el cielo con su plumaje de fuego rojo cuajado de destellos y volaba lento, planeando, dejándose llevar por las corrientes de aire. Remontando, bajando en un vuelo fulminado hasta rozar el agua y regresando dichoso a las alturas. Anhelaba las cosas sencillas. La brisa, el pescado fresco, el color azul, el salitre. Halló la libertad con mucho dolor y decidió vivir en ella por fin. Feliz.
La mujer-ave era flecha de plata azul, libre y fugaz. Solo su espíritu viajaba más alto que su cuerpo ligero. Salía a volar para conseguir comida y en la inmensidad del cielo, volando con los ojos cerrados, se sentía feliz. Disfrutaba con las cosas sencillas, con la brisa, el pescado fresco, el azul, el salitre. Halló la libertad con mucho dolor y decidió vivir en ella por fin. Serena.
En algún momento, en algún lugar del firmamento, el vuelo de ambos se cruzó, sus alas se rozaron. Ni siquiera se vieron. Solo se sintieron pasar con los ojos cerrados, penetrando el aire. La conexión fue tan fuerte que el plumaje de los dos se llenó de una luz azul, mágica. Se les incendió el corazón, pero tan raudo era su vuelo que recorrieron kilómetros antes de conseguir detenerse. Cuando ambos volvieron la vista atrás, no se divisaron. Zozobraron. Sintieron el palpitar de sus almas, la necesidad de volver a aquel punto, de encontrarse, pero ¿y si solo había sido una ilusión? ¿Y si no había nadie esperando? No regresaron. No se arriesgaron y siguieron con sus vidas, con sus vuelos raudos, con sus dichas grandes y pequeñas.
Volaba él un día a ras del agua, sintiéndola bajo su vientre. Le gustaba hacerlo. Iba a cerrar los ojos para que la sensación fuera absoluta cuando la vio. De pie en la playa, con el pelo al viento. Rizado, deslizándose por su espalda, las alas plegadas, el cuerpo desnudo, mojado… Era ella. Aún brillaba en el plumaje de sus alas aquella luz rara, como la que resplandecía justo allí donde su ala rozó la de ella.
Frenó su vuelo loco, se le enredaron las plumas y cayó al mar. Solo sufrió su orgullo, al haber caído tan torpemente ante sus ojos. Ella lo miraba sorprendida. Supo que era él. Se lo decía el corazón, la velocidad del latido. Le tendió la mano. Se sentaron en la arena negra, esta vez juntos, y charlaron largamente hasta que ambos hubieron de separarse.
Volvieron a sus vidas cotidianas, a sus vuelos raudos, a sus obligaciones, a las cosas sencillas. La brisa, el pescado fresco, el color azul, el salitre. Todo se veía mejor, con más color, con más brillo. Sabían que en algún momento del día, podían conversar, reír, compartir momentos. Guardaron un espacio para sí, para volar juntos, explorar las estrellas, compartir pasiones, sentimientos, vida, ser amigos…amantes. Eran amados amantes. Necesitaban serlo.