Los recientes accidentes en la aviación comercial han encendido las alarmas entre los viajeros y reavivado una antigua ansiedad: el miedo a volar. Adelynn Campbell, una joven de 30 años que administra una cafetería en San Diego, sufrió un ataque de pánico en pleno vuelo el año pasado. Su experiencia se intensificó tras el trágico accidente en enero, cuando un avión colisionó con un helicóptero en Washington, dejando 67 muertos, el peor desastre aéreo en EE.UU. en más de dos décadas.
El temor a volar, conocido como aerofobia, va más allá del nerviosismo común que muchos sienten antes de subir a un avión. Este miedo se manifiesta con una ansiedad intensa, especialmente durante el despegue, el aterrizaje o en situaciones de encierro dentro de la cabina. Según el psicólogo David Carbonell, esta fobia afecta a unos 25 millones de adultos solo en Estados Unidos, y suele desarrollarse en la adultez, influenciada por experiencias negativas o etapas de cambios vitales importantes.
La preocupación no se limita solo a los pasajeros. Asistentes de vuelo también han manifestado un aumento en los episodios de crisis a bordo. Sara Nelson, presidenta del sindicato de sobrecargos, confirmó que tras la colisión aérea en Washington, varios trabajadores solicitaron tiempo libre para procesar emocionalmente lo ocurrido, detalla Diario de Yucatán.
Aunque las estadísticas muestran que volar es una de las formas más seguras de transporte, esto no basta para calmar a quienes padecen aerofobia. “No se puede razonar con un trastorno de ansiedad”, afirma Carbonell, quien recomienda centrarse en técnicas prácticas como la respiración profunda o la terapia de exposición gradual, que puede comenzar viendo imágenes de aviones o simulaciones de vuelo en realidad virtual.
El enfoque terapéutico varía según la intensidad del miedo. Para casos más leves, ejercicios de respiración lenta y consciente pueden ayudar a reducir el estrés corporal. En situaciones más severas, los especialistas proponen vuelos de práctica sin compromisos laborales, donde los pacientes pueden registrar sus emociones y aprender a gestionarlas sin evitar la experiencia.
La historia de Campbell refleja una realidad cada vez más común. Durante un vuelo a San Diego, su ansiedad se volvió tan intensa que un asistente de vuelo tuvo que ayudarla a respirar y tranquilizarse. Al día siguiente, incluso recibió una llamada de seguimiento por parte del sobrecargo, un gesto que, según ella, le devolvió algo de confianza.
En definitiva, la aerofobia puede tratarse. Con herramientas adecuadas, comprensión profesional y apoyo humano, es posible recuperar el control y, con ello, las ganas de volar.