Hoy: 23 de noviembre de 2024
Caminaba altanera por el Paseo del Prado, disimulando una inseguridad instalada sin permiso en el espacio más oscuro de su vehemencia. Le hacían daño los pendientes de hojalata y sus tacones de aguja hacía rato que le habían destrozado los pies. Aguantó la alergia a su perfume barato y se cubrió de gloria rociándose una vez más con aquel mejunje infame que los viandantes trataban de no inhalar. Frustraciones acaecidas a cada paso: tropiezos deleznables generados por la falta de autoestima. La causa de no quererse: una infancia de ultraoscuridad, donde la inocencia interrumpida se llenó de podredumbre. Nadie la miraba a pesar de su sombra de ojos verde con matices de purpurina dorada y su cardado añejo de los ochenta. No se esforzaba ya por escapar de sí misma tomando por atajo un ansiolítico. Envidiaba a los que tocaban fondo porque ella estuvo anclada allí desde siempre. No era esa su zona de confort, sino la imposición de un entorno vil y lascivo del que ya no podría escapar jamás.
En el paseo de Recoletos sus pasos eran soniquete de su propia pugna interior, y aunque ya perdida, ultrajada y ronca de gritar su rendición, seguía asestándole puñaladas en el alma a modo de soledad, desprecio, indiferencia, traición, deslealtad… Y obscenidades varias de los seres mundanos que para Esperanza ya no valían la pena.
En su bolso llevaba el último cartucho. Dentro del saco de falso cuero y penumbra infinita su arma se movía loca como los pensamientos de la dueña, dispuesta a poner fin a tanto absurdo amanecer precioso del que ya no podía disfrutar; adiós a las puestas de sol violáceas de primavera imposibles de admirar; atrás quedarían las bandadas de aves de otoño fascinantes en las edades tempranas. Lo inservible a la hoguera, y en la pira estaba ella lista para arder.
Ni siquiera tenía miedo a ser consciente de que jamás sería nada de lo que hubiera querido ser. Le bastaba con ser miscelánea de sus proyecciones sobre ella misma. Tenía el final frente a su respiración, con suficientes testigos para darle gracia y emoción, aunque no quería público. La decisión, origen del fin a toda la malsana putrefacción de su vida insulsa.
Detuvo el paso, introdujo su mano en el bolso para asegurarse de que tenía lo necesario en su interior. Respiró profundo frente a la majestuosa biblioteca nacional mientras apretaba uno de sus libros y comenzó a subir la escalinata hacia la entrada, lista para los amaneceres ordinarios dignos de improntas de afecto; atardeceres lluviosos de confortable aspecto; pájaros con destino a su vida aunque no fuesen golondrinas.
Aquella decisión, aquel instante divino o fruto de su química cerebral, o producto de los astros alineados favoreciendo una fracción de segundo en la que afloró en ella ese giro argumental, aquella determinación fue su bienaventurado punto de inflexión.
Más o menos me pasa lo mismo cuando voy a la biblioteca de mi pueblo.