Isla Negra. Pablo Neruda con su Matilde en llamas

Isla Negra, mascarones de proa Y Caracolas (Y Iii)

Dicen que Neruda tenía llena su casa de Isla Negra de mascarones de proa y una tornasolada colección de caracolas. A estas alturas, no sabemos muy bien cómo murió, si de cáncer o borracho de angustias, si obligado o lentamente se fue apagando entre las llamas de Matilde. Algunos aseguran que murió de rodillas con los brazos en cruz, y la cruz sujetando sus libros… el régimen de Pinochet comenzaba su larga tristeza por el látigo de Chile. Isla Negra es la canción desesperada de aquellos veinte poemas de amor. Isla Negra es, desde entonces, la muerte ferozmente vivida en soledad.

Demasiado tiempo ha pasado ya por aquella sinrazón con que quiso don Augusto combatir los desaciertos de Allende. Muchos años son para que Chile siga de alguna forma dividido a causa de la soberbia de un hombre que no quiso dejar paso a una libertad que tampoco se alcanza con el comunismo. De cualquier manera: ¡basta!. Ya es hora de que la poesía, la fe de cada uno y la libertad que debe alcanzarse entre todos para, entre todos, compartir la dignidad para la que hemos sido creados.

Cuenta Ortega que Mohamed y su visir Hagim regresaban una tarde de la Ruzafa, lugar de campesino solaz que el califa poseía en las afueras de Córdoba. Habían gozado una jornada de sol, de vino y versos. Los ecos melancólicos de la larga fiesta y el influjo de la luz moribunda inclinaron sus almas ardientes hacia las últimas cuestiones:

-“Hijo de califas –exclamó Hagim– ¡Qué hermoso sería el mundo si no existiera la muerte!”.

-“Eso es absurdo –respondió Mohamed–. Si no existiera la muerte no reinaría yo”…

Si no hubiera existido la descomposición social ni el caos político que antecedió en Chile, Pinochet no hubiera reinado en un despropósito de muertes incontables. Recuerdo que en aquella época, en una situación salpicada de huelgas interminables, arrestos masivos, mordazas inadmisibles… la Iglesia, rompiente mascarón de proa, repartió entre sus curas un documento para que se leyera en todas las Misas condenando la sangrienta dictadura. Ahí comenzaron para Pinochet los últimos sacramentos, pero su agonía fue larga, como una pesadilla.

Si Borges, que dijo algunas tonterías y escribió incontables maravillas, pidió sinceramente al final de su vida “que todos le olvidasen”; este hombre que habla nuestro idioma y aprendió de nuestros sablos, no había modo de que dejase en paz a un pueblo a quien quiso servir, estrictamente a su manera.

Pinochet fue un dictador descarado, pero hemos de temer también a los “demócratas” que despluman la libertad con leyes bochornosas desde una ideología apagada y triste. Mientras, el pueblo les sonríe como si no tuvieran importancia su desdoblamiento sutil de la verdad: “Mira tú si es ironía / que a las doce de la noche / esté comenzando el día”.

…En Isla Negra, donde tuvo una casa Neruda, frente a las aguas rabiosas del Océano, se fue a morir. Cada mirada suya fue una despedida. Matilde acariciaba con él los mascarones de proa que había ido coleccionando, como se agrupan en el alma los naufragios. El arcoíris de las caracolas habrán de llevarlo a su tumba para que no eche de menos los resplandores del agua. Sorprendido, escucharía la última tarde las canciones del mar con música distinta:

En la orilla, Matilde,
¿no ves al marinero atracando su barca?
Me voy.
Me llevan
al fantasma de coral con pies de tigre,
al sonoro delirio de la muerte.

Me llevan
y te vienes
a aprender el oficio
de desalar los peces.
Me llevan
para que lleve mariposas a lo oscuro.

Me llevan a morir, Matilde,
¡no olvides las campanas!