Tenía un sedoso racimo de uvas en la mano aquella mujer, en la soledad de su desgracia. No se le había muerto nadie: dos hijos le alumbraban la vida y un marido atento con su risa la deleitaba. Nadie con enfermedades serias a su alrededor pero, en cada uva que sus dedos tocaban, sospechaba que la muerte también habría de ser dulce, como un atardecer de otoño sobre su ventana.
A ella sola le había anunciado el médico que el resultado de las pruebas era más grave que el previsto… Por el camino, fue hablando con Dios de su esperanza. Llegó al hogar antes que los demás llegaran y se fue en silencio a por las uvas que compró ayer para fin de año, sin saber aún la sorpresa de hoy. No quería sentir ni pensar ni buscar siquiera palabras que, de cualquier manera, estallarían en la frente de todos, como metrallas que anunciaran el olvido.
No.
Mientras durasen las uvas en su racimo, sólo pretendería recorrer la luz pequeña que se desangra en cada grano mordido y recordar el regalo de las noches amadas, de la flor en su tallo, de los besos con chocolate de sus hijos. A la noche, tomaría sólo doce y dejaría a medias el ramillete para que le quedara más tiempo: “si queremos que las frutas no palidezcan –se dijo entusiasmada– hay que mantenerlas a solas en el silencio de su frío”.
Tendremos racimos y vida para todo el año. Lo deseo de corazón a mis lectores… Y Dios enfrente, acariciando nuestras uvas en su mano.
Sin duda contiene todo lo necesario para emprender el nuevo año. Lo que ya portamos y lo que posiblemente vendrá, sin afectar a nuestros mejores deseos para los demás. Y como el simil mientras nos queden uvas estaremos muy atentos.