Al catedrático de Derecho Constitucional Óscar Alzaga no le falta razón cuando proclama que Felipe VI es un “rey impecable”. En lo que se ve, o en lo que quieren que se vea, parece ser que así lo es.
Más Hannover que Borbón, Felipe VI disimula con brillantez las encrucijadas familiares que, a todas luces, se salen del estudiado marco que ofrece Casa Real. Son verdaderos los gestos de la Reina cuando llora con los damnificados de la Dana, como lo son también aquellos que apareen en su rostro cuando le filtran que su suegro está de nuevo en Galicia, esta vez con sus memorias bajo el brazo.
Al Rey padre le duele el desafecto de su hijo, “Rey impecable”, la desproporción de su arrinconamiento, la “escasa colaboración” de su nuera en la unidad familiar, el señalamiento de un Gobierno que, con sólo mirarse a sí mismo, tiene para un tomo de desprecios y exilios, la poca defensa de una democracia que se sintió por él establecida en aquella España desorientada…
Ochenta y siete años se desvanecen en el azul de sus ojos cansados. Su hijo, nuestro Rey, es “impecable”, pero menos.