Doña Enriqueta y sus hijas solían ir de visita a casa de doña Rosita la soltera, que García Lorca enmarcó en un lenguaje social incomparable. A cambio de una postal, la señora y acompañantes se quitaban el hambre en una merienda prolongada frente a los rosales del invernadero. En un paréntesis, la visitante se dolía de haber acabado con su antigua posición desahogada recordando lo que su difunto le repetía: “Enriqueta, gasta, gasta, que para eso gano sesenta duros”. Remataba su intervención resaltando que, a pesar de sus esfuerzos, “no había descendido de clase”.
La clase común a todos los seres humanos debe establecerse en la dignidad de derechos y deberes; en la justicia que recompensa las legítimas capacidades y vigila los abusos de los que van por la vida sin valores. Marx nunca debía haber hablado de luchas, sino promover la libertad que fructifica en los encuentros.