La religión es el corazón de un mundo sin corazón. La frase no fue pronunciada por ningún cardenal, obispo o clérigo de rango alguno. Para sorpresa de muchos, fue escrita hace casi dos siglos por un revolucionario nacido en la ciudad alemana de Tréveris. Se llamaba Karl Marx. Su frase cobra vigencia hoy, cuando miles de personas de todo el mundo, señaladamente muchos de los 1.400 millones de católicos que lo pueblan, dirigen sus miradas a Roma, donde acaba de ser elegido un nuevo Pontífice. En los ánimos de muchas de esas gentes latía la esperanza de que, entre los líderes del mundo, y el Papa lo es, surgiera una cabeza dotada de corazón, humanidad y sensatez. Y ello, habida cuenta de que la mayor parte de tales líderes mundiales se caracteriza hoy por mostrar elevadas dosis de inhumanidad, amoralidad e imbecilidad manifiestas.
Al conocerse la nacionalidad estadounidense del recién elegido, un sentimiento de miedo enraizó en muchos, dado el desconcierto existente en su país de origen, donde millones de sus compatriotas han sido capaces de llevar con sus votos y por segunda vez, a la Casa Blanca, a un presidente tan errático como amoral y furioso, carente de todo tipo de empatía. Por carecer, carece hasta de sentido del humor. Y sus intentos de hacerse el gracioso han encontrado la zafia expresión de fotografiarse disfrazado de Pontífice de la Iglesia católica: hay que ser memo para dejarse fotografiar de tal guisa, atrayendo el rechazo no solo el de muchos de los 70 millones de católicos que viven en Estados Unidos, sino también el de decenas de millones de católicos y cristianos del mundo entero.
La, para muchos, inquietante “norteamericaniedad” de Robert Francis Prevost Martínez, hoy León XIV, nacido en Chicago en 1955, queda mitigada merced a su condición de obispo en una región de la sierra peruana, Chiclayo, fortaleciéndose así una supuestamente esperanzadora “suramericaneidad”, ya que su estadía en Perú singularizaba su coexistencia de una larga década con comunidades pobres, tan lejos de los denostados cánones derrochadores del Norte americano.
Allí, en la profundidad de la que fuera América hispana, unos pocos clérigos católicos como él parecieron haber soportado los efectos del garrafal error estratégico vaticano para los intereses pastorales de Roma, consistente en desmantelar la denominada Teología de la Liberación, de cuño progresista socializante. Tal teología, en realidad una moral basada en la sintonía y la empatía de los religiosos católicos con las condiciones de vida de las comunidades indígenas americanas, había devenido en garantía de la perpetuación, convenientemente innovada, de la continuidad del catolicismo por aquellos pagos.
No obstante, aquella proscripción doctrinal, muy presumiblemente espoleada por el evidente anticomunismo de Wojtyla, ha dejado el espacio libre en Centroamérica, Brasil y muchos otros países suramericanos al advenimiento de activos predicadores evangelistas. Con su eficaz proselitismo, han llevado a aquellas tierras unos códigos teológicos y morales abiertamente confrontados con los del catolicismo preconizado en clave social por los teólogos católicos de la liberación. Precisamente, de esas nuevas masas allegadas a un evangelismo políticamente e ideológicamente muy manipulado, han surgido los liderazgos de dirigentes políticos como Jair Bolsonaro y las consiguientes conductas electorales de sus seguidores, que precipitaron en el caos reaccionario Estados de la relevancia de Brasil, amén de los lesivos efectos políticos ya causados entre el electorado centroamericano y del propio cuerpo electoral estadounidense. La base social del trumpismo cuenta con un fuerte componente de ese tipo de evangelismo convenientemente degradado.
Es necesario señalar que la moralidad cuenta, y mucho, en los comportamientos electorales. Si se ve signada por el individualismo, como es el caso que nos ocupa, genera efectos indeseados por quienes poseen una visión del mundo basada en la preeminencia de la igualdad social por sobre la individualidad particularizada. Por otra parte, los líderes políticos son, en muchos casos a nuestro pesar, referencias morales para sus seguidores y cuando aquellos se extravían, llevan consigo al extravío a quienes decidieron votarles. Eso es precisamente lo que el espíritu de la Constitución de los Estados Unidos de América y la cultura política formal allí atribuye al presidente: a su liderazgo político agrega un liderazgo moral. Imaginemos lo sucedido -y lo por suceder- cuando el mimetismo hacia la conducta de Donald Trump se apodera del votante de a pie norteamericano… Muchos no queremos ni pensarlo, visto lo visto.
En resolución, las gentes de bien desean mucha suerte al nuevo Pontífice a la hora de tratar con tanto descerebrado voluntario como el que puebla hoy las principales Cancillerías del mundo. Muchos se muestran por su parte escépticos, sobre todo aquellos que piensan que el Vaticano, independientemente de quien lo gobierne, es objetivamente parte integrante del llamado poder blando de los Estados Unidos de América y traen a colación, por ejemplo, el pontificado de Carol Wojtyla, tan funcional a los intereses de Ronald Reagan y de la OTAN, alianza hegemonizada por Washington que encarnaría el poder duro y tentacular de los Estados Unidos sobre medio mundo.
Pero otros, entre ellos muchos católicos no retrógrados, que los hay, creen que si la Iglesia católica, conforme a algunas directrices trazadas por el antecesor de León XIV, Francisco, pone orden moral en las filas de su jerarquía, tan dañina por haber cubierto bajo mantos de silencio y durante décadas las conductas criminales contra niños y adolescentes de muchos religiosos, y si se aviene a practicar la caridad y el amor al prójimo, sin exclusiones, con un lenguaje de paz y de denuncia de genocidas y corruptos, tal vez recupere al ascendiente moral que, según sus feligreses, nunca, nunca, debió perder.
Confiemos que el peso de la púrpura no se abata sobre el nuevo Papa, como le pasó a uno de sus antecesores, Juan Pablo I, al poco de acceder al pontificado. Esperemos, también, que las presiones de las inercias de la Curia y de los poderes mundiales no obstaculicen la buena voluntad de un hombre que, según sus allegados, no solo ha demostrado que es bueno sino que además, practica el bien, en un mundo tan convulso y desconcertado como el nuestro.
Buen artículo del señor Fraguas. aunque discrepo de algunas cuestiones. En todo caso, interesante.
Fraguas describe muy bien lo que debe ser este pontificado.