Volví a ver a Williams Wood Tennessee unas horas antes de ser ejecutado en el pabellón de la muerte, en la pequeña ciudad tejana de Huntsville. Le quedaban solo 24 horas de vida. Wood había decidido concederme la entrevista que me denegó diez años atrás cuando lo condenaron. En aquella época, se me iban las horas escribiendo crónicas en los juzgados tejanos para el rotativo Huntsville Times.
El único diario que me dio cobijo después de salir de España fue el Huntsville Times. Era un modesto periódico local que llevaba en la calle desde hacía más de cien años. La ciudad de Huntsville es una gran prisión. De sus casi 39.000 habitantes, la mitad viven condenados en los cinco penales federales que se reparten por todo el distrito.
Lo primero que le pregunté a William Wood cuando me ofreció la exclusiva fue por qué me había elegido a mí, a un desconocido periodista español entre todos los informadores. Comunicadores famosos como Larry King y Oprah Winfrey estarían encantados de entrevistarlo. Su respuesta fue esclarecedora: mi marcado acento andaluz le recordaba los primeros años de su infancia, cuando vivió en la campiña cordobesa junto a su madre.
Llegué a la prisión a las diez de la mañana, como convinimos. El penal se construyó a finales de los años veinte y no hay ningún interno. Solo se utiliza para las ejecuciones. El condenado solo pasa las últimas 24 horas allí, donde duerme y come por última vez.
Se hace muy duro atravesar los grandes portalones de acero de la prisión. A cada paso se oyen los cerrojos. Las rejas y el acero es el único elemento que se ofrece al visitante mientras se camina por sus largos pasillos.
Al llegar a la celda de Williams nos saludamos. Unos gruesos barrotes me separan de él. Es la primera vez que estamos los dos solos, cara a cara. Había pasado ya una década desde que lo vi encaminarse hacia la salida del juzgado, encadenado y condenado a muerte por un jurado de blancos.
Williams era un negro que estuvo luchando diez años en el corredor de la muerte para que no lo mataran. Al final, el gobernador del Estado, de raza blanca, no le conmutó la pena.
—¿Tienes miedo?
Fue una pregunta que resultaría bastante torpe, típica de un imbécil primerizo. Pero en aquellas circunstancias, la creí justificada.
—Claro que si –me contestó-. Tengo pánico, miedo, terror. No quiero morir y sé que mañana, a estas horas, ya no estaré aquí. Seré un trozo de carne sin movimiento. Inerte, sin vida. Intento mantenerme en mi lugar con dignidad, pero es una tortura. Aquí en la celda de al lado se encuentra un predicador que mató a su mujer. Lo ejecutan hoy y lleva gritando horas. Me está volviendo loco. Pero ¿sabes? Además de este predicador hay algo que no me deja tranquilo.
—¿Qué te preocupa? –le pregunté.
—Me está enloqueciendo la incertidumbre. No sé si me va a doler. Si los fármacos sedantes harán su efecto. Dicen que para los gordos como yo hace falta más cantidad, pero a todos le ponen la misma dosis. No sé si cuando llegue el momento sufriré con el estallido de mi corazón.
A Williams le inyectarán tres medicamentos. Primero un anestésico, después un relajante muscular y, al final, le administrarán el cloruro potásico, la sustancia encargada de paralizarle el corazón y de darle muerte.
—Y después, cuando todo se acabe, ¿a dónde iré? ¿Me quedaré ahí muerto para toda la vida? ¿Para toda la eternidad? Joder, me da mucho miedo asomarme al abismo. A estar muerto siempre, hasta que se acabe la vida en la Tierra, hasta que el sol engulla nuestro planeta; hasta que el universo deje de existir, hasta más allá. Mucho más allá: hasta una eternidad que me provoca ansiedad y ganas de vomitar. Y a todo eso tengo que enfrentarme mañana. No quiero morir. No, no quiero morir…
—¿Tienes algún pensamiento que te pueda tranquilizar ahora?
—Me han enseñado el ataúd que me ha comprado la señora Ketsler. Es de caoba. Muy elegante.
La señora Ketsler es la madre de Timmy Roberts, el compañero de Williams que ejecutaron hace un año. Desde que mataron a su hijo, ella lo visita cada viernes porque dice que, ahora, Williams necesita una madre y ella, un hijo.
—Y tu consuelo?
—El único alivio que me queda es saber que tú también vas a morir. Al final, tú y yo somos iguales. Sé que vas a vivir más que yo, pero nunca sabrás cuándo dejarás esta vida. La muerte te puede esperar en un accidente de avión, de un balazo en el robo a un supermercado, de cáncer, ahogado…
Vas a morir, igual que yo, pero nos diferencia algo: yo me liberé de esa incertidumbre. Sé cuándo y cómo voy a dejar todo esto. Quizá te mueras mañana mientras vas al periódico para contar mi ejecución. Tal vez te mueras de viejo. Posiblemente, cuando menos te lo esperes. Tú no lo sabrás.
Pero yo sí que lo sé. Conozco el minuto exacto en el que voy a dejar de vivir. El minuto de mi sacrificio. Mañana me van a matar a las siete en punto, y yo no quiero que me maten.
—¿Te arrepientes de haber asesinado a sangre fría a aquel muchacho de la gasolinera?
—No me arrepiento porque yo no lo hice. Es el Estado de Texas el que va a liquidar a una persona totalmente inocente a sangre fría. Y te digo más: si lo hubiera matado, ellos van a hacer lo mismo conmigo. Son igual de asesinos. Matan por venganza. Me van a quitar de en medio con la legalidad por delante.
Williams me pregunta: ¿sabes cuál será la causa de mi muerte? Homicidio. Eso es lo que pondrá el forense en el acta de defunción. Con todo el cinismo del mundo. Mi muerte se declara como homicidio. Ellos lo escriben en un documento oficial. Homicidio. Y su autor, los Estados Unidos. Un país que se considera el más demócrata de occidente, comete asesinatos legales, lleva a cabo la antigua ley del ojo por ojo.
El guardián nos avisa para que terminemos en cinco minutos y yo me dejo muchas preguntas en el tintero. Williams me pide que asista a la ejecución para que lo acompañe en sus últimos minutos de existencia. No puedo negarme y me despido de él hasta el día siguiente.
Son las siete menos diez de la mañana del 22 de diciembre de 2010 en el penal de Huntsville. En la pequeña sala que da a la camilla de ejecución nos encontramos el alcaide de la prisión, la señora Ketsler y su hermana, un fotógrafo, dos oficiales del penal, el médico y yo.
Williams no tarda en llegar y lo sientan en la camilla. Le suben la manga de la camisa hasta el antebrazo y lo enchufan a las jeringuillas. Nos mira. Saluda y sonríe. Mientras el relajante muscular le corre por las venas comienza a entonar en voz alta la canción navideña Noche de paz.
En la primera estrofa, cuando canta “entre los astros esparcen su luz” se calla. Hay un breve espacio de silencio que termina en un gran resoplido. Es el último aire que le sale de los pulmones. Williams ha muerto.
Diez minutos después, la señora Ketsler y su hermana pueden verlo en la capilla. Tiene un semblante tranquilo. Sin ningún rasgo de sufrimiento.
Está colocado en el ataúd que le compró su nueva madre, que ahora lo acaricia y lo llora un buen rato. Mientras observo la escena, veo al muerto que parece dormir profundamente. Ya no tiene miedo a la eternidad. Porque ahora él forma parte de la eternidad.
Se ha fundido en la confusión que nos tiene a todos amenazados hasta el final de nuestros días. Por eso miro por última vez a Williams. Para comprobar que no existe ese miedo en su rostro. Es entonces cuando me pregunto si, cuando me llegue la hora, tendré un ataúd tan elegante como el de Williams Wood. De color caoba.