René conoce a Machado

24 de agosto de 2025
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Suele ser el rostro el espejo del alma

Si como tantas veces había escuchado René la cara es el espejo del alma, aún le quedaban por transitar en su imaginación los rostros de muchas almas, algunas con sombrero, como la de don Pío, el secretario del ayuntamiento, que habían sido felices, al menos un poquito.

De Micaela, por ejemplo, la sirvienta que siempre aparecía por la casa del señor cura cuando había churros sobre la mesa, sin dejar atrás la cara de paz elaborada que el propio señor cura procuraba tener para la pacificación de sus feligreses, en muchas ocasiones alterados por no coincidir con el contenido o la oportunidad de sus homilías. Y, sobre todo, a René le quedaba por descifrar los rasgos de entusiasmo sometido en el rostro de su madre, la señora Emilia.

Al ayuntamiento de Baeza solía ir René en contadas ocasiones. Desde que cumplió los catorce años e hizo notar sus responsabilidades, tanto sus padres como parientes o amigos más cercanos le encomendaban algunos trámites oficiales que René, muy avispado en todo por lo preguntón que era, resolvía con prontitud. Más de una vez se cruzó por los pasillos del ayuntamiento con don Pío, que parecía un hombre feliz a causa de las bromas que daba; llevaba cigarrillos sólo para regalar, ya que él fumaba en olorosa pipa, gracias a la cual los empleados podían seguirle fácilmente el rastro, saber dónde estaba. Y eso que debió ser complicado vivir con felicidad en un sitio que había sido cárcel de corregidores, por muy hermosa que fuera su fachada.

 No obstante, René seguía sosteniendo con don Servando que la felicidad estaba en las voluntades de cada uno más que en el sitio donde cada uno vivía. Frente al ayuntamiento, una fonda albergaba a los viajantes de comercio o a los que simplemente tomaban un café para conocer caras nuevas y descubrir en ellas, si fuera posible, la felicidad.

Hacía un par de años que René había advertido la presencia nueva en la fonda de un personaje que a él se le figuraba muy distinto a todos. Los domingos, cuando René acercaba los churros a los que allí se hospedaban, siempre estaba este señor en el mismo sitio, leyendo su periódico sin la menor descompostura, como si él hubiera escrito lo que leía. En una ocasión levantó los ojos de la hoja abierta y, dirigiéndose a don Pascual que con él desayunaba, dijo con lenta beatitud: Yo juro que vendrán los liberales cual torna la cigüeña al campanario… Y se quedó callado, paladeando el breve sol de la mañana sobre la taza limpia.

Qué cosas tiene, don Antonio! , le replicó con sorna don Pascual, un abogado de Úbeda que se hospedaba en la fonda cuando sus pleitos se alargaban.

Más adelante, René averiguó que el personaje era otro huésped de la fonda y entristecido profesor de instituto, al que también él acercaba los churros de los domingos.

Ni por asomo sabía entonces René quiénes eran los liberales ni el porqué de esa advertencia escondida en la conversación de aquel cuarentón extraño, que bebía café a sorbos acompasados, después de aspirar largamente el humo de su cigarrillo.

Ya tenía  –pensó René—otra pregunta interesante que hacerle a don Servando cuando pudiera, pero ahora se trataba de descubrir en los demás la felicidad que generalmente se oculta cuando no es preciso llamar la atención o se muestra el disfraz de ella para provocar envidia en los de enfrente, aunque no haya llegado todavía.

Don Antonio Machado le habían dicho a René que se llamaba el sereno profesor, con una triste expresión que no es tristeza, sino una melancolía de ausencias. René, a su manera de explicarse por dentro, creyó que se trataba de una incomodidad que tienen las personas mayores cuando no están contentas consigo mismas o han ido a parar a los sitios donde la felicidad está asombrada o sobrevive, como puede, en la espesura de las sombras.

René se fue de allí esa mañana, con su peseta de ganancia en los bolsillos, deseando que pasara la hora de los desayunos para irse a jugar a la pelota con otros amigos que no había conocido en la escuela, como Cristóbal el orejón, más grande que él de cuerpo y de años, maestro en los modos de cazar pajarillos con la liria, una especie de resina con que untaban las ramas de los olivos y en ellas se quedaban pegados los zorzales cuando venían a por su bocado más apetitoso.

A esas cosas y a otras René no estaba acostumbrado, pero le gustaba compartir los diferentes azares de la vida para demostrarse a sí mismo que él servía para lo uno y para lo otro.

Quedan rostros aún, los más destacados quizá, en los que René buscará con ahínco la felicidad, pero las búsquedas, cuando se agolpan en el mismo día, atoran los hallazgos y se queda uno sin la respuesta de lo que desea. Es necesario dosificarlo todo. Nada en demasía, esculpían los griegos en las piedras, que también de lo bueno uno se cansa.

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