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La casa deshabitada

En el siglo IV predicaba el obispo san Macario que el alma es como una casa deshabitada por su señor: pronto se llena de sombras y alimañas que convierten las habitaciones en muladares pestilentes; los dormitorios, en dependencias para forajidos y los cuartos de baño sin cisternas para desaguar el hastío. Pasado el tiempo, ¿quién es capaz de alquilar o vender semejante nido de inadaptados, si en las paredes persiste la huella de sus excrementos?

En los floridos patios de Córdoba, que ahora tanto visitan los turistas, vivían muchas familias alrededor de los geranios, de las albahacas, de los sangrantes claveles… y se turnaban para regar las más altas macetas, buscando primero la flor marchita. A la tarde, todos sacaban sus sillas al patio para oler los jazmines, las damas de noche y preguntarse unos a otros si necesitaban algo en lo que pudieran ser ayudados. Ya a la noche se cantaba despacio entre copitas de vino y encaje de bolillos.

España es una casa grande, deshabitada en algunas esquinas por voluntad propia de los que allí viven. Ni los crisantemos se atreven a florecer con ellos, ni una diamela que prenderse en la solapa. Y si el señor legítimo quiere darse una vuelta por los sitios oscuros, dicen que ese no es su señor, que ellos prefieren sus sombras y sus odios.

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