Que el mundo mire y admire la grandeza de la religión católica, capaz de soportar la indecencia de una burla que, por el amor de la propia doctrina, no tendrá consecuencias. Sólo ofenden los que no se aguantan a sí mismos y han de echar al aire su fétida espesura. La Santa Cena, llena de ridículas presencias en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París, no hace daño sino a aquellos que muestran creatividad desde el barro de sus sentimientos. Como han señalado muchos comentaristas, los franceses de la egalité no se han atrevido con Mahoma. Ni se atreverán, porque les sostiene la cobardía y la indigencia espiritual. Esto no muestra laicismo, sino desvergüenza.
Nos hemos repartido, como ladrones, la falta de respeto a lo más noble que la persona, en su libertad, decide vivir: su fe. Debiera ser intocable esta intimidad que el ser humano adora en el altar de su conciencia.
Sentencio con Borges una tristeza por los irredentos, por los que viven a oscuras en su desarrollo existencial: “En nuestro amor hay una pena que se parece al alma”.
pedrouve