El inicio de junio nos trae una reveladora encuesta: los ciudadanos españoles valoran muy a la baja a sus actuales líderes políticos, a todo el espectro. Este descontento no solo me impulsa a reflexionar sobre la política y quienes la ejercen, sino que me confirma una profunda convicción: lamentablemente, nuestra clase política nunca ha valorado, ni siquiera se ha detenido a pensar, en un verdadero modelo de Estado que trascienda la coyuntura.
Durante aquel 1975, año que algunos pretenden celebrar de forma superficial, más allá de la muerte del dictador, se fraguaban silenciosamente diferentes movimientos entre los proscritos partidos políticos. Estos movimientos habían prosperado y forjado, con una visión audaz, un modelo de Estado que pretendía iniciar una etapa democrática en España. Era el anhelo de libertad tras una dictadura que languidecía, pero que aún fue capaz de zarpazos terribles: los fusilamientos de septiembre, la represión brutal, la tortura y la persecución, incluso llegando a enfrentarse a algo impensable entonces –y casi ahora–: la Iglesia Católica.
La Transición: Un Legado Vilipendiado y Mal Comprendido El aparato del dictador tenía claro que el final se acercaba. Se buscaba una continuidad, con nombres que habían sonado (algunos ya ausentes, otros apartados), y unos pocos incondicionales fanatizados. Pero, y esto es crucial, el grueso del aparato conspiraba ya con aquella oposición proscrita para consensuar un modelo de Estado que pudiera satisfacer las aspiraciones de todos. Se trataba de sujetar las estructuras esenciales de cualquier estado moderno, dotándolas, no obstante, de la legitimidad de la que carecían desde el golpe de Estado del 18 de julio de 1936.
Para lograr esa complicada transición de la dictadura a la democracia, había que hilar finísimo. No se trataba de sustituir un régimen por otro sin más. Los «hijos del régimen», nacidos al calor de aquel golpe, habían acumulado cuantiosos beneficios y prebendas que trascendían generaciones; muchos tenían las manos manchadas de sangre o eran sucesores de quienes sí. Del otro lado, se alzaban personajes ancianos, derrotados en una guerra fratricida y, en muchos casos, comprensiblemente ávidos de venganza. Pero también, en el seno de la
oposición, había surgido una nueva generación, heredera de aquellos viejos
luchadores, con acceso a unos conocimientos políticos que se distanciaban y diferenciaban muy claramente del pasado.
Así las cosas, en cada rincón de este marco patrio, comenzó un relevo
generacional más o menos traumático, más o menos cruento, pero absolutamente necesario para enfrentar esa nueva etapa por cauces
inexplorados hasta entonces. La Inteligencia del Consenso y el Peligro del Olvido Se requería una gran inteligencia y un concienzudo conocimiento del arte de la política por ambas partes. Para que cada líder pudiera transmitir a los suyos un deseo genuino de normalización en las relaciones entre españoles.
Una normalización que pasaba, huelga decirlo, por hacer ver a unos y otros que el pasado había quedado atrás. Que la grandeza se demuestra desde la capacidad del perdón, y que la consecución de un nuevo régimen, capaz de enriquecer las ambiciones individuales y a la vez engrandecer nuestra nación, pasaba necesariamente e imprescindiblemente por la necesidad de que cada ciudadano dejara en su mochila parte de la herencia recibida. Se trataba de poner en común aquello que nos unía: la idea de una España mejor en la que todos pudiéramos convivir. Dejar en la galería de recuerdos aquellas cuestiones que, hasta ese momento, unos y otros entendían como la única razón de su existencia.
Para unos, no cabía la pluralidad, ni la capacidad de decisión, ni la posibilidad de unirse alrededor de un ideario común. Para otros, era impensable la convivencia con quienes habían matado a sus padres o familiares, con quienes negaban la igualdad. Era imprescindible la búsqueda de un lugar común donde pudieran confluir esas «dos Españas malditas». Necesitábamos una España de los españoles, con todo su bagaje y peculiaridades. Las negociaciones condujeron a un entendimiento que, como en cualquier acuerdo, supuso cesiones por ambas partes. Pero aquellos pactos vinieron a poner un punto y aparte en la historia de España de los últimos años, quizás del último siglo y medio de una España convulsa.
El Peligroso Resurgir de Fantasmas y la Irresponsabilidad Presente
Pero esto no parece suficiente. Venimos escuchando a esos «nuevos
españoles» que de nuevo tienen poco. No hacen sino intentar recuperar un
espíritu que, al parecer, nunca se extinguió: los viejos vicios de nuestros abuelos, la pretensión de creer que sabemos mucho más de lo que realmente sabemos.
Por ello, tratan de dar lecciones que, inexorablemente, fracasan por tratarse de elementos vacíos de contenido, cargados de ambición y presunción, y que poco o nada consideran al vecino.
Al parecer, la Transición de la que he hablado nunca existió. No fue más que una cesión de la izquierda al feroz capitalismo, y nada se obtuvo. Al parecer, la conquista de los derechos de los que hoy gozamos no fue sino algo que ya existía. Ahora, unos advenedizos descubren el final de la dictadura que ni siquiera saben situar en su fecha. Ignoran los Pactos de la Moncloa, desconocen o pretenden desconocer el trabajo de aquellos maestros que lograron el acuerdo más importante del pasado siglo en España: la Constitución de 1978.
La primera en nuestra historia constitucional que ha tenido una duración de casi medio siglo, y que, desde luego, no debe leerse desde postulados alejados de aquel ambiente en que se construyó. Debe ser valorada desde el espíritu de quienes se sentaron —gentes muy diferentes y de lógicas opuestas— y fueron capaces de acordar tan magnífico instrumento. Supieron dar forma a un Estado que nunca se hubiera construido al completo.
Hoy tratan de celebrar el final de la dictadura en 1975. Ignoran la Ley para la Reforma Política de noviembre de 1976, que entró en vigor en 1977 tras un referéndum celebrado en diciembre de 1976. Este fue el germen de aquellas elecciones que, a la postre, resultaron constituyentes el 15 de junio de 1977.
Mucho hay que comentar sobre esa vilipendiada Transición española. Pero, con conocimiento y mucho conocimiento histórico-político, no es de recibo tratar de recuperar cuestiones que habían quedado en el archivo de la memoria. Entiendo que no era necesario sacarlas a la palestra del modo en que se ha hecho y se hace. Todo eso que llaman «memoria histórica» es solo eso: memoria. Historia, solo acepto que cada familia recupere los restos de sus familiares o, en su defecto, sepan dónde llevarles unas flores. El resto solo conduce a la nefasta recuperación de las dos Españas, y que, como venimos observando, tiene unos claros vencedores que han ido ascendiendo a la sombra y al abrigo de ese despreciable aparato político que, desde la calle Ferraz de Madrid, pasando por las herriko tabernas y abrazando los postulados del traidor Lluís Companys, dirigen España sin rumbo conocido.
El actual Gobierno, apoyado en quienes abrazan la ruptura y la confrontación, está inmerso en una deriva populista que desdibuja el modelo de Estado. Pero la crítica no se detiene ahí. ¡Qué decir de la principal oposición! El Partido Popular parece abdicado de su papel, limitándose a un estéril «y tú más» que lo único que consigue es alimentar la polarización y la frustración ciudadana. ¿Dónde está la altura de miras? ¿Dónde la visión de Estado que se le exige a una alternativa de gobierno? Su dejadez en proponer un camino real, su inacción más allá de la gresca diaria, es tan perjudicial como la irresponsabilidad de quienes hoy mandan.
Un Llamado Urgente a la Cordura y la Socialdemocracia: El Tiempo se
agota. Es imprescindible recuperar la cordura. Retrotraer aquella frase de «hemos de hacernos con el poder para ocupar el partido». La clase política actual ha cumplido, y hoy estamos en esos momentos. El PSOE debe recuperar su identidad de partido de Estado, de partido obrero y español, un partido político ejemplar en sus quehaceres. Hemos de ocupar la única política que hace viable la convivencia en paz y libertad: la socialdemocracia.
Para ello, y en el actual contexto nacional e internacional, es imprescindible un gran pacto de Estado, a imagen y semejanza de los Pactos de la Moncloa. Que facilite la apertura de huecos por los que se renueve verdaderamente el aire viciado; por donde se pueda expulsar ese viciado de populismos extremistas nacidos al albur de los tremendos errores cometidos. Es necesario, de nuevo, sentarnos con el Rey en la cabecera de la mesa y volver a replantearnos lo que ya estuvo sobre esa mesa y que, lamentablemente, se ha ido olvidando. La receta es a veces sencilla: raleamos la Constitución y coloquemos a cada cual en el lugar que debe ocupar.
Para ello, comencemos buscando la reunión de los socialistas democráticos, para que busquen los caminos para recomponer los acuerdos sociales y conseguir cerrar un pacto de Estado que conduzca a esa España tan querida y que se nos está siendo arrebatada. Nuestros esfuerzos han de dirigirse a la
reconstrucción. El destrozo ya está hecho, y es necesario reconocer a los
españoles las bondades de la socialdemocracia. Es necesario abandonar la
demagogia que únicamente busca el sostenimiento de egos personalistas.
Es necesario, para comenzar a trabajar en todo esto, recuperar la democracia interna en nuestro PSOE, recuperar el diálogo y la discusión enriquecedora de los Comités Federales y, por ende, los regionales. En definitiva, ahora sí que es absolutamente necesaria y pertinente la renovación del PSOE, que de seguir en las actuales manos hará necesaria su refundación. ¡Intentemos llegar a tiempo de la renovación antes de que sea demasiado tarde!