Hoy: 22 de noviembre de 2024
Miraba el niño la tristeza azul de la plaza que no tenía fuente ni por ningún rincón llegaba el agua. Para entretenerse, el niño miraba cómo las madres zurcían el dobladillo de las madrugadas, los rotos de los pantalones, el desgarro de las faldas. Apenas el niño se atrevió a preguntar si las agujas dañaban a los dedos o si los ojos tenían luz suficiente para notar la delgadez del hilo en los pespuntes. La mayoría de las veces el niño se callaba al ver cómo rodaba una bicicleta por la calle de enfrente o a Juan, el hortelano, venir con su cubil de paja sobre la espalda. La paz se moría en aquella plaza, deshabitada y lenta.
El viento quiso que el niño se marchara a otros sitios, a pueblos con más movimiento porque, en el suyo, ya se sabía de memoria las miradas y quería que otros ojos le acercaran otras costuras o los pequeños embelesos de otras plazas con fuente, de otra juventud con otras aguas. Hasta que el niño llegó a un sitio donde sólo había cielo y nadie a quien preguntarle qué significa tanto silencio, tanta luz deshabitada.
A solas se quedó el niño con el miedo de todos los niños cuando se sienten a solas. Su corazón dejó de temblar y se quedó dormido. En el sueño buscaba gente, más bicicletas, más encajes, más besos y más miradas. El cielo, entonces, le acercó el fuego de su llamarada.
pedrouve