Pasaban días enteros en que Federico García Lorca miraba a su alrededor para dolerse de lo que veía, como si las caras de los otros, y la suya, se hubiesen vuelto verdes, envenenadas por las aguas de un pozo.
Se detiene una mañana ante la vieja hermosura de Walt Whitman y denuncia a Mueva York por ser un cieno, un columpio de alambres y de muerte donde se balancea el hedor de las cenizas orinadas. Sólo la barba de Walt Whitman está llena de mariposas, detenidas en la memoria del poeta granadino. Ante él, llora las tres afirmaciones que siguen siendo clavos para este madero donde a punto estamos de ser crucificados: “La vida no es noble ni buena ni sagrada”. El suyo y el nuestro es también el tiempo donde “los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades”.
La democracia es el espejo de la madrastra de Blancanieves donde se miran los dictadores para preguntar por su hermosura: Nunca serán ellos contribuyentes de la belleza, de la bondad o de la hondura sagrada… mas la palabra verdad terminará quemando la comisura de sus labios y jamás serán felices, si es que alguna vez pudieron serlo.