Como suele ocurrir al terminar cada cónclave, el papa elegido no es uno de los cardenales destacados que tanto han sido profetizados por prensa, comentaristas o pensadores de prestigio. Ni de color, ni de Asia ni de reconocida tendencia que permita al mundo dirimir sus cábalas humanas. Se trata de un cardenal americano, obispo en Perú muchos años, nombrado hace poco cardenal por el papa Francisco y responsable en Roma del Dicasterio de los obispos. Sabemos que su abuela era española y que es hijo de San Agustín, el obispo de Hipona que tardó muchos años en arrepentirse.
Conmueve la multitud de peregrinos en la Plaza de San Pedro, el humo blanco de la elección y las campanas al mismo compás que las lágrimas de un pueblo, el mundo entero, que lleva más de veinte siglos escuchando lo mismo, cada día más nuevo desde la eterna palabra de Jesucristo.
¡Ya le queremos! Rezaba una pancarta antes de conocer su nombre, León, cuyas garras son de seda y anuncia la Paz como primera intensidad argumental de su pontificado. Sin la paz de dentro que nace de la fe es difícil construir ningún rascacielos de convivencia duradera: ¡Dios le ayude Santo Padre! ¡Nos va la vida en ello!
Pedro Villarejo