El espíritu que invade los ambientes en la temporada decembrina no es sino un hálito que trasciende el mundo material y que se posesiona de los hombres sin que estos se den cuenta de la espiritualidad que irradia el etéreo aroma del milagro de la Navidad. Es una invasión de lo divino en lo terrenal, una luz que, aunque tenue y humilde, logra penetrar las más densas barreras del cinismo y la indiferencia, renovando la capacidad humana para el asombro y la bondad.
El regocijo por las fiestas en vísperas del nacimiento del Niño Dios y el afán por renovar la casa, las vestimentas y adornar el entorno, son una proyección del venturoso acontecimiento, donde cada cual vierte en el mundo material la disposición espiritual que está inhalando de la esfera celeste. Estos actos externos, aunque mundanos, son un reflejo inconsciente del anhelo del alma por participar en el orden perfecto y sublime que la Encarnación ha traído al cosmos.
Pero es que el contento del alma y la expresión del sentimiento propio de la Natividad es la sana algarabía que con cánticos se ofrenda al Redentor por la pureza de su ser, por la grandeza de su esencia, por la salvación de los hombres. El júbilo cristiano no es superficial; es la respuesta existencial a la promesa cumplida de que Dios está con nosotros (Emmanuel), un motor de alegría que se traduce en una obligación ética.
Generalizado es el despertar de los ánimos para honrar jubilosos la proyección celestial sobre los hombres y sobre la tierra, en la que cada cual está presto en la disposición del espíritu a irradiar un mensaje de paz, una muestra de amor y una fraternal hermandad. Es este despertar una pausa en el trajín de la vida moderna, un recordatorio de que la auténtica riqueza reside en la capacidad de compartir el don recibido.
La verdadera celebración de la Natividad se mide en la calidad de nuestra relación con el prójimo, pues el pesebre nos revela el valor infinito de la fragilidad humana.
Cuando se respeta la dignidad del hombre atendiendo sus quebrantos y padecimientos; y el hombre no se hace sordo del clamor del propio hombre, cuando se escucha al prójimo, cuando al hombre le duele el mal del hombre, cuando se defiende al hombre para provecho de la propia especie, cuando no hay prepotencia, cuando no se mutila la reputación del hombre, cuando no se pisotean a otros hombres para descalificar sus reacciones y defensas, cuando la malicia no invade el alma para someter al prójimo, cuando no se segrega al hombre por osar expandir su filosofía vital, cuando el hombre no se enmascara para sorprender la buena fe del hombre; entonces la Natividad está en nuestro corazón.
La buena voluntad que inspira estos tiempos debe ser característica permanente en nosotros, como reconocimiento de nuestra propia naturaleza, siempre por encima de resquemores y desafectos, como muestra constante de tolerancia, equidad y justicia, de amor y de paz. Esta «buena voluntad» no es un sentimiento pasivo, sino una fuerza activa, una elección diaria de trascender la propia mezquindad para actuar conforme al espíritu de Aquel que se hizo pobre para enriquecernos. Es un llamado a la acción social que transforma la realidad desde la raíz, haciendo de la comunidad un reflejo imperfecto, pero sincero, del Reino anunciado. La entrega del Niño en Belén es el paradigma del amor incondicional que nos reta a vivir la hermandad no como una utopía estacional, sino como una imperiosa necesidad existencial.
«Paz en la Tierra: no es un concepto hueco, es un imperativo ético. La paz es posible si la buscamos en el pesebre, en la sencillez y en el servicio al otro.» — Papa Pablo VI
Doctor Crisanto Gregorio León, profesor universitario, ex sacerdote