ANTONIO OTERO
Pocas situaciones despiertan en nosotros emociones tan dispares como los platos rotos. Todo depende de si somos protagonistas o testigos de la escena. En el primer caso, nos invadirá un sentimiento parecido a la frustración, la impotencia de verse obligado a enfrentarse a unas consecuencias que podían haberse evitado si hubiéramos sido más cuidadosos. Eso teniendo en cuenta que nos encontremos solos.
Si, por el contrario, nos rodea una multitud de comensales en un restaurante, los sentimientos viran de la frustración a la vergüenza, que probablemente se manifiesta en nuestras mejillas arreboladas, nuestras ganas de que nos trague la tierra y una mirada clavada en el desperfecto, en el detonante de que, en ese momento, los ojos de los presentes estén posados en nosotros.
A nadie le gusta romper un plato. Porque hacerlo, que se resbale de nuestras manos y se precipite al suelo escindiéndose en decenas de añicos de porcelana, parece ser un sinónimo inequívoco de torpeza, de imprudencia y, en algunos casos, de falta de concentración o profesionalidad. La sociedad lo acepta como algo intrínseco y, cuando observa el episodio como espectadora, invita a todos los asistentes que prorrumpan en un sonoro aplauso de ánimo para el camarero descuidado, tratando así de reducir el nivel de vergüenza ajena que impera en la sala.
La expresión popular pagar los platos rotos busca sintetizar esa vergüenza. Si ya de por sí resulta frustrante reponer una vasija que se nos ha escurrido de las manos a nosotros, dicha frustración se redobla cuando debemos cargar injustamente con los efectos de las acciones de terceros.
Nadie ha parecido explicarle este capítulo del refranero español a Andrés Manuel López Obrador ni a su lugarteniente Claudia Sheinbaum cuando, en el curso de la pasada semana, no sintieron el más mínimo ápice de pudor al exigir disculpas al Gobierno de Sánchez por el genocidio cometido por los conquistadores colombinos seiscientos años atrás.
Honrar la memoria de los antepasados es muy distinto de llevar a cabo semejantes políticas populistas que solo buscan encender los ánimos de una población y enfriar las relaciones con España, ya de por sí gélidas. No, lo que sucedió en América no figura en la memoria reciente de los ciudadanos mexicanos. Y, si lo hace, el responsable no es otro que el sistema educativo federal, que se ha esforzado en promover una cultura de odio hacia quienes tachan de asesinos. Si la población mexicana odia es porque el país se ha encargado, haciendo uso de todos los recursos a su alcance, de que ese odio se transmita de padres a hijos.
Definitivamente, AMLO no sabe lo que se siente al pagar los platos rotos, pues antes de exigir que otros paguen, es necesario mirar hacia dentro y arreglar los tuyos, los que realmente importan más allá de burdos discursos sensacionalistas que únicamente contribuyen a agitar a las masas y a garantizar el electoralismo.
¿De verdad los problemas de México se resuelven con unas disculpas que, por otro lado, no tienen cabida?
Por supuesto que no. López Obrador y Sheinbaum nunca pagarán los platos rotos, pero sí esgrimen como bandera que la venganza es un plato que se sirve frío. Y, mientras dure esta filosofía, la relación con España se erosionará más y más hasta que sea el viento el que termine por arrastrarla consigo.
Antonio Otero