Los paraísos no se encuentran en los puestos de fruta de las plazas donde el pudor enrojece sin medida a las cerezas, las manzanas esconden su pecado detrás de los papeles de celofán que las envuelven; se contagian de risa, unas a otras, las papayas con las mandarinas y el músculo del plátano se enferma de amarillos. No. El paraíso no es sólo la hermosura visible, sino que descansa en la salomónica sabiduría que permite reconocer, como una dicha inabarcable, la elección de la Verdad que ahogue, de una vez y para siempre, a las mentiras.
Y en nuestra casa puede estar la gloria, el paraíso, el manantial de las dulces aguas y los besos… porque la vida empieza hoy si verdaderamente así lo deseamos.
A la hora de la verdad, Dios nos va a pedir cuenta de por qué no hemos sido felices con tantas oportunidades como tuvimos.