Los nuevos idiotas: reflexiones sobre la involución humana y la urgencia de reaccionar

26 de junio de 2025
9 minutos de lectura
Jóvenes usando sus teléfonos móviles. | Fuente: Canva

El pensamiento ha desaparecido, el intercambio reflexivo ya no existe, la incomunicación nos ha vencido, y la soledad nos seduce

JUAN DE JUSTO RODRÍGUEZ

Hoy, una vez más, la observación del comportamiento en el transporte público me conduce a la misma conclusión recurrente de los últimos años. Desde la implantación masiva del teléfono móvil multiusos, ese aparato que, nacido para facilitar la comunicación, ha terminado por aniquilar la conversación y, con ella, la transmisión de conocimiento recíproco, esencial para la buena convivencia social y el enriquecimiento cultural e individual a través del intercambio de ideas.

Asistimos a una involución humana a pasos agigantados, incluso en lo físico. El pulgar parece mutar, buscando una posición opuesta al resto de los dedos, emulando a nuestros parientes simios, todo en aras de una mejor manipulación de este artilugio. Los usuarios compulsivos de la tecnología se adentran en un mundo de «anticultura» desde edades muy tempranas y sin control, lo que les conduce a una comprensión distorsionada de los usos sociales. El aprendizaje que antes se forjaba a través de la observación, la transmisión oral y la lectura, hoy pretende ser sustituido por este dispositivo. Y aunque, bien utilizado, podría ser una herramienta de formación y difusión cultural que redundaría en una sociedad más vivible, aquellos que detentan el poder y pretenden dirigir nuestras vidas de forma integral, fomentan precisamente los hábitos que conducen a la incomunicación, al consumismo feroz y a la desconexión entre personas. Esto limita drásticamente las posibilidades de alcanzar acuerdos que impulsen la evolución social, al modo de los grandes movimientos culturales del pasado. Hemos perdido la oportunidad de avanzar en la verdadera igualdad, esa que solo se logra mediante el conocimiento y el entendimiento entre seres humanos, fruto del intercambio ideológico y cultural. El dispositivo se usa, casi exclusivamente, para la observación de imágenes estúpidas e irreales, que nos sumergen en mundos inexistentes y crean necesidades virtuales, frustrando vidas y destrozando expectativas más arraigadas en la realidad.

Este medio también se convierte en un canal para la transmisión de mensajes y el desarrollo de conversaciones vacías, elaboradas en un idioma críptico que incide en el analfabetismo funcional. Se abandona el léxico, y un amplio repertorio de palabras utilizadas hasta hoy para la convivencia y la vida en general, simplemente desaparece. Estas conversaciones artificiales se desarrollan entre personas que coincidirán personalmente diez minutos después de este cruce de símbolos indescifrables para los no iniciados. En un encuentro posterior, sentados frente a frente, no se dirigirán la palabra, absortos en el uso y disfrute de su preciado utensilio, hasta que consideren que ha transcurrido el tiempo suficiente para dirigirse a otro centro de «ocio» donde, tras la difusión de ruidos ensordecedores que llaman música, conviven en su incomunicación, solo interrumpida por una necesidad fisiológica que les obliga a desistir, por unos minutos, de su soledad compartida.

En un momento dado, surge la necesidad de regresar a la madriguera. Allí, se sientan frente a otro aparato electrónico y, enfundados en auriculares que les aíslan aún más de su entorno, continúan trasladando sus vivencias a través de personajes virtuales, normalmente cargados de violencia y, cómo no, actuando en solitario.

Todas estas reflexiones me ayudan a comprender el actual estado cultural de nuestra sociedad, donde los conocimientos básicos de humanidades brillan por su ausencia, cuando no son denostados o tachados de inútiles por aquellos a quienes nos referimos. El pensamiento ha desaparecido, el intercambio reflexivo ya no existe. La incomunicación nos ha vencido, y la soledad nos seduce, desvirtuando las posibilidades de compartir vivencias para enriquecer nuestro intelecto. Lo material, en su sentido más amplio, se ha impuesto sobre aquello que nos distinguía del resto de los seres vivos: la capacidad de decidir en libertad sobre nuestro desarrollo vital en unión con los demás seres pensantes.

No sé si por el efecto climático de este día verdaderamente plomizo, por el
cansancio físico que hoy me domina, o por la tristeza que este mundo insolidario me produce, pero soy pesimista respecto al futuro de la humanidad. Las impresiones personales que comparto, las ocurrencias que se suceden a nivel internacional en estos días, la falta de interés por el conocimiento en general que nos rodea, y la despreocupación por el semejante, cargada de ánimo destructivo, me reafirman en este pesimismo. Solo me aparta de él la posibilidad de expresar, mediante estas líneas, un pensamiento que, aun imperfecto, me gustaría enriquecer con el intercambio. Me gustaría seguir obteniendo esa inmensa riqueza del conocimiento, seguir disfrutando de una pintura extraordinaria y
compartir ese sentimiento con quien quiera oírlo, sumergirme en el envolvente sonido de una sinfonía de Mozart o Beethoven, o de unos versos musicados de Serrat, de Sabina, de Violeta Parra, o de cualquier rockero irreverente. En definitiva, gozar de los placeres que para los sentidos hemos ido forjando a lo largo de nuestra evolución.

Maldigo el egoísmo, la sinrazón del ensimismamiento en el peor de los sentidos. Nuestra evolución pasa por el respeto y la interrelación con los demás y el respeto a la naturaleza, entendido en su amplitud. Compartir en el respeto mutuo exige una revisión introspectiva sobre cada uno de nosotros y regresar a un mundo donde se comparten conocimientos y experiencias de forma oral. El mundo aquel donde se consultaba al mayor por su experiencia y se le respetaba por su trabajo realizado. Un mundo imperfecto, pero necesitado de la puesta en común de todas las vivencias, y que no hacía sino enriquecernos en lo inmaterial.

Quizás estoy pidiendo demasiado a una generación a la que se le facilita el
acceso y el ejercicio intelectual a través de medios actuales que,
paradójicamente, menoscaban nuestra inteligencia. Ya lo llaman incluso
«inteligencia artificial», que sin lugar a dudas, bien utilizada en favor de la
profundización en la investigación y en la mejora de las condiciones de vida de todos los seres humanos, sería enormemente beneficiosa. Pero en su punto inicial, orientada a la eliminación del esfuerzo intelectual, de la iniciativa imaginativa, desde el mundo del juego infantil al ocio del llamado «adulto», utilizada de este modo nos conduce al fin del mundo de la inteligencia, de la imaginación. Ya perdimos la costumbre de realizar pequeñas operaciones matemáticas con nuestra inteligencia, a veces hasta utilizando los dedos. Se pierde la costumbre de la lectura como consecuencia del triunfo de medios audiovisuales. Se nos olvida la escritura manual, y por ende, cualquier referencia gramatical. Nos obligan a utilizar todo tipo de medios electrónicos a la hora de relacionarnos con la administración y con el quehacer económico-administrativo diario, lo que, a su vez, va en detrimento de puestos de trabajo para los que no se ha encontrado alternativa, ni se ha buscado, desde luego. Y para evitar que
este caldo de cultivo de una nueva revolución, nos presentan imágenes de
líderes poderosos, ricos y, fundamentalmente, de tendencias tiránicas, a los que una buena parte se rinde como tabla de salvación. ¿Pero salvación de qué? Pues muy sencillo: esa escasez de medios para ganarnos dignamente la vida nos conduce a una batalla de mera supervivencia entre iguales, y esto conduce sin remisión al racismo y, cuando menos, a la xenofobia, que nuevamente nos echa en manos de esos «salvadores iluminados» que proponen como única solución su propio enriquecimiento y bienestar, y ofrecen regresar a la esclavitud en forma de dependencia del miedo, como consecuencia de la cada vez más mermada lista de derechos fundamentales, que meramente son considerados, cuando no tachados de inválidos o simplemente ignorados. Basta ver la situación del mundo, y ya no vale culpar a ideologías, hoy también existentes como consecuencia de aquello que señalaba de la inutilización de nuestra red de inteligencia, que es mucho más fácil acudir al coliseo para asistir a la lucha de los nuevos gladiadores o fijarnos en aquellas personas que nos enseñan cómo se puede vaciar la mente y dirigirla al mero entorno material, presumiendo del analfabetismo funcional en favor de una imagen espléndida, valorando una
preciosa fachada sobre un interior ruinoso, podrido y maloliente.

Pues bien, todo esto es lo que me transmite esa imagen de jóvenes y no tan
jóvenes ensimismados tras una pantalla que les muestra un mundo irreal, que les conduce directamente a la desaparición cuando apartan los ojos de ella y se enfrentan a veces a la cruda realidad del día a día, aunque es fácil suplir esa ansiedad con la trayectoria de nuestro equipo de gladiadores modernos o satisfacer nuestras ansias y desvelos cuando, como el matrimonio de tal o cual famoso se va al garete, o fijándonos en cómo a esa escoria humana la encumbran hasta el Olimpo de la más alta consideración sin importar sus miserias, es más, utilizando estas como parte de su encanto para venderse.

Necesitamos reaccionar. Aún creo que estamos a tiempo de liberarnos de la
esclavitud. Y es tan fácil como volver a utilizar nuestras capacidades
intelectuales y llevarlas a la práctica, repudiando todo aquello que nos anula como persona, que nos idiotiza cada vez más. Volvamos a la literatura, a la historia, a enriquecer el espíritu ante la belleza de una pintura, una buena música, a repasar nuestra mente tras una buena obra de teatro e incluso una buena película. Pero, por favor, alejad de vosotros esas máquinas infernales que os esclavizan.

La esencia del problema entiendo que radica en la exacerbación del
individualismo, que en su forma más patológica se transmuta en egoísmo. La pantalla, ese velo digital, no solo incomunica, sino que construye una burbuja de autorreferencia, donde la validación externa se busca en la cantidad de «me gusta» o seguidores, en lugar de la conexión genuina con el prójimo. Esta dinámica fomenta una cultura del «yo», donde el bienestar personal se desliga del colectivo. Se pierde la noción de comunidad, la empatía se atrofia y la solidaridad, esa fuerza que nos hace humanos y capaces de trascender, se convierte en una reliquia del pasado. Un ejemplo claro de esta deriva es la apatía ante las injusticias ajenas, o la indiferencia frente a la pobreza y la exclusión social, problemas que requieren soluciones colectivas y no pueden ser resueltos por un puñado de «héroes» individuales.

En este contexto, la responsabilidad de quienes nos gobiernan es ineludible. Asistimos, con creciente desilusión, a la exhibición de malos ejemplos por parte de líderes que priorizan el beneficio personal, el espectáculo mediático y la confrontación estéril, por encima del bien común. La política se ha degradado a una contienda de egos, donde la verdad es maleable y la integridad, una quimera. Nos muestran una y otra vez cómo sus miserias, lejos de ser un impedimento, se convierten en moneda de cambio para su ascenso social y económico. Es vital repudiar estas figuras que, lejos de ser faros de inspiración, son ejemplos de la degradación moral y ética que tanto repudio. Necesitamos líderes que encarnen la responsabilidad, la transparencia y la verdadera vocación de servicio, no meros gestores de intereses particulares.

Asimismo, es imperativo desafiar y rechazar el edadismo, esa discriminación sutil, pero perniciosa, que subestima el valor y la capacidad de las personas en función de su edad. Siento una enorme preocupación por la juventud, su ensimismamiento y el riesgo de su «desaparición» ante la realidad cruda, es un llamado a la acción. No se trata de culpar a una generación, sino de reconocer los desafíos a los que se enfrenta. La juventud, lejos de ser la «nueva idiota», es la fuerza motriz del cambio, portadora de una energía, creatividad e idealismo que son indispensables para revertir la inercia actual. Son ellos quienes, con las herramientas adecuadas y una guía sensata, pueden reconfigurar el futuro. Es nuestra responsabilidad, como sociedad, ofrecerles las oportunidades para
desarrollar su pensamiento crítico, fomentar su curiosidad y empoderarlos para que se conviertan en agentes de cambio positivo, para que trasciendan la superficialidad de las pantallas y se conecten con la riqueza del conocimiento, la belleza del arte y, sobre todo, con la profunda satisfacción de la conexión humana.

La juventud merece ser ponderada, no minusvalorada. Son ellos quienes, con su vitalidad y su capacidad de adaptación, tienen la llave para reinventar la solidaridad, para construir comunidades más justas y equitativas, y para exigir a sus líderes la integridad que tanto anhelamos. Debemos alejarnos de la visión de la juventud como meros consumidores pasivos de lo digital. En ellos reside la chispa de la transformación, si sabemos encenderla y nutrirla con los valores que verdaderamente importan.

Es el momento de una reacción colectiva. De desprendernos de las cadenas
invisibles que nos atan a la superficialidad y la inmediatez. Es volver a la esencia de lo que nos hace humanos: la curiosidad insaciable, la capacidad de asombro, la empatía y la búsqueda incesante del conocimiento y la verdad. Abrazar la literatura, la historia, el arte en todas sus manifestaciones, la música que eleva el alma, el teatro que nos confronta y el cine que nos invita a la reflexión, no como un mero pasatiempo, sino como una necesidad vital. Son estas las herramientas que nos devuelven la dignidad, la autonomía y la capacidad de decidir, en libertad y en unión, nuestro propio destino. Alejemos, pues, esas «máquinas infernales» que nos esclavizan y volvamos a ser los dueños de nuestra mente y nuestro espíritu.

3 Comments Responder

  1. Cuanta razón tiene. Sirva como ejemplo mi caso. El hijo de mi pareja (mío por extensión), que era un niño capaz de hacer el viaje en coche Madrid – Valencia sin callarse un minuto (sus hermanos lo retaban a aguantar 1 minuto sin hablar y no lo conseguía) desde que tiene movil no dice una palabra en todo el camino. El problema se inicia y fomenta desde el propio colegio. Ya no hay libros de texto y las lecciones se suben y comparten en red. Los deberes se hacen no-line. Mal vamos!.

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