Desde la cercanía en llamas que las imágenes de la televisión nos han ofrecido de Valencia, miraba con dolor cómo desaparecían en minutos la fachada y las estancias de un edificio que fue cobijo y alma de cuatrocientas familias.
Pensé cuánto amor ardido en esas habitaciones donde los hijos crecieron, los besos se multiplicaron, las tristezas que podrían haber llegado en forma de ausencias. Quedará únicamente ceniza en las risas en las fotografías, sólo oscuridad en las luces que tanto alumbraron… De pronto, también en nosotros, al candelabro de la vida lo empuja un viento malo capaz de destruir en un instante lo propio y lo ajeno, hasta convertir en pavesas la memoria, como si nada hubiese existido, como si hubieran prendido fuego a la raíz de los sueños.
Lloro con las mismas lágrimas que se han vertido en Valencia por los desaparecidos y los muertos. Y por la pena desgarradora de quedarse sin nada.