La personalidad del papa Francisco ha transformado profundamente la percepción del liderazgo en la Iglesia Católica contemporánea. Desde el primer instante en que Jorge Mario Bergoglio emergió en el balcón del Vaticano aquella noche de marzo de 2013, pidiendo humildemente que rezaran por él, quedó claro que éste no sería un pontificado común. No era un líder que reclamara autoridad por la pompa o la tradición, sino uno que se acercaba al mundo desde la sencillez y la empatía. Una mezcla particular de austeridad personal, valentía moral y cercanía auténtica se ha convertido en la esencia misma de su liderazgo, cautivando a millones mientras incomoda a otros.
El pensamiento de Francisco se nutre de la misericordia, la humildad y una Iglesia profundamente comprometida con las periferias existenciales. Este compromiso no es abstracto; es visible en su vida cotidiana. Optó por vivir en Casa Santa Marta en lugar del suntuoso Palacio Apostólico, una decisión simbólica y práctica que desmantelaba siglos de tradición papal. Su estilo, firmemente jesuita, no busca imponerse desde arriba, sino influir por medio del ejemplo y la coherencia personal.
Esto no significa que evite los temas difíciles. Quienes lo conocen bien señalan que Bergoglio no teme decir verdades incómodas, pero siempre lo hace con una misericordia que busca sanar en lugar de juzgar.
Su frase emblemática “¿Quién soy yo para juzgar?” cuando habló de personas homosexuales refleja una profunda convicción pastoral. Este gesto no fue una concesión a la modernidad, sino una auténtica representación de su visión espiritual: la misericordia prevalece sobre la rigidez doctrinal.
Aunque sus posturas doctrinales permanecen alineadas con la tradición católica, es su enfoque pastoral lo que distingue su liderazgo —un equilibrio delicado que algunos han descrito como conservadurismo popular: ortodoxo en principios, pero radicalmente social en la práctica.
Esta visión del mundo no surgió espontáneamente; fue forjada en el calor de experiencias vitales intensas y a menudo dolorosas. Criado en una familia de inmigrantes italianos en Buenos Aires, Bergoglio conoció desde temprano el rostro de la humildad, aprendiendo de su abuela Rosa no sólo la fe religiosa, sino también el aprecio por la literatura y la cultura.
A los 21 años enfrentó la fragilidad humana en carne propia, cuando una neumonía severa requirió la extirpación parcial de su pulmón derecho. La experiencia le inculcó una aceptación de la vulnerabilidad y una profunda confianza en la Providencia.
Quizá ninguna experiencia marcó más profundamente su psicología que los turbulentos años de la dictadura argentina. Nombrado superior jesuita a una edad muy joven, tuvo que navegar situaciones morales extremadamente difíciles. Cuando dos sacerdotes bajo su cuidado fueron secuestrados, hizo todo lo posible para obtener su liberación.
Años después, se enfrentaría a duras críticas por no haber denunciado públicamente al régimen, críticas que lo obligaron a revisar y aprender sobre el verdadero sentido de autoridad y liderazgo. Más tarde reconocería que la autoridad auténtica sólo se manifiesta en el servicio humilde, nunca en la arrogancia o el control absoluto.
Menos conocida, pero profundamente significativa, fue su decisión de buscar ayuda psicológica durante aquellos años de gran estrés y presión. A finales de la década de 1970, recurrió a la terapia psicoanalítica, una elección inusual y valiente para un líder religioso de su generación. Bergoglio admitió abiertamente que esas sesiones con una terapeuta judía lo ayudaron enormemente a entenderse a sí mismo y sus limitaciones. Esta apertura le permitió una comprensión más profunda de las heridas humanas, algo que se refleja en su liderazgo pastoral.
Otro momento crucial en su vida fue el tiempo de retiro en Córdoba, donde, apartado del poder y en una especie de exilio interior, profundizó en su espiritualidad personal. Esos años fueron para él una verdadera “noche oscura del alma”, una oportunidad para cultivar la humildad y la introspección. Al retornar al liderazgo activo, primero como obispo auxiliar y luego como arzobispo de Buenos Aires, lo hizo con una renovada sencillez y un enfoque más esencial del Evangelio.
Al ser elegido Papa, eligió el nombre Francisco inspirado en San Francisco de Asís, símbolo de pobreza y sencillez radical. Este gesto no fue sólo simbólico; indicó claramente la dirección que tomaría su pontificado: un liderazgo enfocado en los pobres, en el medio ambiente y en las periferias sociales. Su estilo inmediato y directo humanizó al papado de manera inédita, desde conducir un auto modesto hasta romper el protocolo para interactuar espontáneamente con la gente.
Intelectualmente, Francisco está marcado por influencias diversas y profundas. Su formación jesuita le aportó una sólida espiritualidad ignaciana, centrada en el discernimiento personal y en la acción concreta. A nivel teológico y filosófico, recibió una fuerte influencia de pensadores como Henri de Lubac y Romano Guardini, que lo llevaron a desarrollar una visión integradora y reconciliadora de las polaridades humanas y doctrinales.
La teología del pueblo argentina también moldeó profundamente su manera de entender la fe, enfocándola hacia una pastoral popular y comprometida con los más vulnerables.
La compleja personalidad de Francisco no deja indiferentes a psicólogos y expertos que han analizado su liderazgo. Destacan su autenticidad, empatía y capacidad comunicativa, que se traducen en una coherencia notable entre sus creencias y acciones. Su estilo de liderazgo ha sido descrito como “transformacional”, capaz de motivar cambios profundos apelando a valores universales como la misericordia y la esperanza, más que mediante imposiciones o temores. Sin embargo, Francisco no está exento de críticas internas y externas. Algunos lo acusan de informalidad excesiva o de ruptura con ciertas tradiciones.
Él responde siempre con apertura y misericordia, convencido de que la rigidez espiritual es una forma de esclavitud interna. Este convencimiento probablemente surge de su propia experiencia, pues debió superar su propia rigidez juvenil para llegar a una visión más compasiva.
Al final, la psicología del Papa refleja la integración de opuestos, traer paz a las polarizaciones: humildad y autoridad, tradición y reforma, firmeza y compasión. Su liderazgo ha sido moldeado por experiencias personales profundas y por una constante búsqueda intelectual y espiritual. Libre de temores y prejuicios, el corazón de Francisco dejó de latir a las 7:35 horas del 21 de Abril de 2025, pero su legado y su forma de pensar han dejado una huella imborrable en la Iglesia Católica Contemporánea para siempre.
*Por su interés reproducimos este artículo de Oscar Joe Rivas publicado en Excelsior.