El tiempo, a menudo considerado un ladrón silencioso, a veces nos devuelve tesoros inesperados. Hace quince años, en los pasillos de la universidad, una joven con el nombre de Denisse se sentaba en mis clases. Fue una estudiante brillante, y es una profesional talentosa. Entre muchos rostros que pasan por las aulas, la recordaba como una singular pupila entre tanta juventud del vibrante mosaico de una generación.
Ahora, en este año 2025, el destino me ha concedido la alegría de reencontrarla en un momento crucial. Fue como si un ángel se hubiera presentado ante mí con los brazos abiertos, los oídos dispuestos a escuchar y una mirada radiante, llena de alegría por haberse encontrado con su viejo profesor. Su sonrisa, sus gestos, el brillo en sus ojos, eran el pago más preciado que un profesor puede recibir.
Denisse, con su belleza exterior, es sin duda una persona agradable a la vista, pero su trato, su educación, su manera de expresarse, superan cualquier cualidad física. Se presentó ante mí no solo como una mujer que ha triunfado, sino como una persona dispuesta a ser útil, a tender la mano a su «viejo profesor». Fue una luz en el día, un fulgor de alegría que me recordó por qué elegí la profesión docente.
Ese momento fue un recordatorio poderoso de la huella que dejamos en los demás. La educación es un puente que va más allá del conocimiento técnico; es la construcción de valores, de respeto, y de lazos humanos que perduran. Denisse es la viva prueba de que sembrar con dedicación produce frutos de generosidad y nobleza. Su gesto de agradecimiento no es solo hacia mí, sino hacia la labor de todos los docentes que, con pasión y entrega, contribuyen a formar las mentes y los corazones del futuro.
«El agradecimiento es la memoria del corazón.» – Jean-Baptiste Massieu
Dr. Crisanto Gregorio León – Profesor Universitario