JUAN DE JUSTO RODRÍGUEZ
La justicia, como baluarte de todo Estado de Derecho, se sostiene sobre principios inquebrantables, siendo la imparcialidad judicial su más preciado cimiento. No se trata meramente de la ausencia de prejuicios en el fuero interno del juzgador, sino de una exigencia aún más sutil y profunda: la apariencia de imparcialidad, capaz de disipar la más mínima sombra de duda en la mente del justiciable y, por ende, de toda la sociedad. Sin embargo, el resonante caso de Rafael Vera Fernández-Huidobro ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) desvela cómo este pilar fundamental puede resquebrajarse desde sus cimientos, particularmente en la fase de instrucción, un momento decisivo para el devenir de la justicia. Aunque la sentencia mayoritaria del TEDH, el 6 de enero de 2010, optó por no declarar una violación del Artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, un examen minucioso de los hechos y, sobre todo, de las disonantes voces de los votos particulares, permite fijar con acuciante claridad la indudable falta de imparcialidad del Juez Central de Instrucción no 5, así como las profundas causas que la engendraron.
El origen de la inquietud se anida en la figura del primer Juez Central de Instrucción no 5, sobre quien recayó la enorme responsabilidad de un caso de tan vasta complejidad como el del secuestro de S.M. y la intrincada trama de los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). La génesis de esta sombra radica en la previa incursión del magistrado en el ámbito político y ejecutivo , concretamente como Delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, con rango de Secretario de Estado en el seno del Ministerio del Interior. Durante un lapso, breve pero cargado de simbolismo, este juez compartió ministerio con el propio demandante, Rafael Vera, quien ostentaba también el rango de Secretario de Estado de Seguridad en el mismo departamento. Esta coincidencia temporal no fue un mero accidente; fue, tal como señaló con perspicacia la opinión disidente del Tribunal Constitucional y como el propio TEDH reconoció en su análisis objetivo, el caldo de cultivo de una imparcialidad comprometida.
La transmutación de roles de un ámbito a otro, de la esfera ejecutiva a la judicial, en un asunto que involucraba a personas con las que el magistrado había podido tener contacto profesional, levantó un muro de sospecha. Aunque las funciones del Delegado del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas pudieran parecer dispares de la lucha antiterrorista o la gestión de fondos reservados , la realidad de un entorno donde se coordinaban fuerzas de seguridad y donde se podían adquirir «conocimientos extraprocesales» generó una apariencia de imparcialidad ineludiblemente comprometida. Como el Juez Casadevall, en su voto particular, subraya con vehemencia, el hecho de que el juez «haya ejercido un cargo público y haya estado en contacto con determinadas personas en este contexto —puesto que se integró inmediatamente en su función judicial de juez de instrucción del expediente penal abierto, entre otros, contra esas personas— es lo que subyace en el origen de la alegación de falta de imparcialidad objetiva».
El propio legislador español, consciente de esta delicada intersección, con la Ley Orgánica 5/1997, reconoció la imperiosa necesidad de «un mayor distanciamiento entre el quehacer público no judicial y el ejercicio de la potestad jurisdiccional», añadiendo una causa de recusación que contemplaba precisamente la situación del juez que, desde un cargo público, hubiera podido formarse un criterio sobre el litigio o las partes. Aunque esta ley no fue aplicada retroactivamente al caso, su promulgación validaba a posteriori la preocupación sobre la imparcialidad en tales circunstancias.
Más allá de la imparcialidad objetiva, la alegada «enemistad manifiesta» entre el Juez Central de Instrucción no 5 y el demandante añadió una capa adicional de turbidez. Si bien la mayoría del TEDH no halló elementos suficientes para acreditar «prevenciones personales» o mala fe, el demandante insistió en que esta animadversión, derivada de una soterrada rivalidad política y del manifiesto deseo del juez de ejercer un control directo sobre las fuerzas de seguridad del Estado, era de «notoriedad pública». En la esfera judicial, donde, como recalca la propia jurisprudencia del TEDH, «incluso las apariencias pueden tener importancia», la mera percepción de una hostilidad sea real o latente, es suficiente para corroer la confianza en el proceso. La celeridad con la que el juez ordenó la prisión provisional del demandante tras su primera declaración no hizo sino reforzar la percepción de un ánimo predispuesto.
Los votos particulares de la sentencia del TEDH constituyen un eco contundente y revelador de estas profundas preocupaciones. El Juez Zupanèiè, con una perspicacia epistemológica que trasciende lo jurídico, denuncia la propia figura del juez instructor como una «contradictio in adjecto» (contradicción en los términos) , un «fósil en medio de las cenizas yertas de la historia volcánica del procedimiento inquisitorial y de la tortura a la que éste recurría». Argumenta que un juez de instrucción, al construir una hipótesis sobre hechos históricos irreproducibles, ya se aparta de la imparcialidad inherente al observador pasivo. Cuando esta inherente parcialidad se exacerba con «dudas suplementarias respecto a un prejuicio eventual del juez instructor, o al menos por la apariencia de dicho prejuicio», el proceso se ve irrecuperablemente viciado.
La objeción fundamental de los jueces disidentes reside en la imposibilidad intrínseca de «sanar» completamente una instrucción ya «contaminada». Aunque el magistrado delegado del Tribunal Supremo realizó una nueva instrucción, repitiendo declaraciones y practicando diligencias, la base sobre la que se construyó la investigación ya estaba viciada por el primer juez. No se trató, en su esencia, de «rehacer la instrucción» desde cero, sino de «continuar y concluir la línea de investigación iniciada por el primer juez instructor». El «árbol ya estaba contaminado en esa fase”, y la «realidad objetiva se pierde irremediablemente en el pasado». Para los disidentes, la única solución verdaderamente válida, desde la perspectiva de la ética y la apariencia, habría sido «borrar completamente el expediente constituido por su predecesor» , y aún así, las huellas del vicio inicial serían difíciles, si no imposibles, de erradicar.
Las nefastas consecuencias de la duda y las exigencias éticas irrenunciables
Las dudas que se ciernen sobre la imparcialidad de un juez son, en sí mismas, un veneno corrosivo que trasciende el caso particular y ataca el corazón mismo de la administración de justicia, con consecuencias de índole verdaderamente nefasta:
Desde la perspectiva de una estricta ética jurídica y de la ineludible apariencia de la justicia, las consecuencias de esta duda exigen una respuesta que no admita paliativos:
En suma, la sentencia mayoritaria del TEDH, al considerar subsanados los defectos de la instrucción inicial por la actuación del Tribunal Supremo, podría ser interpretada como una reafirmación de la capacidad de los sistemas judiciales nacionales para autocorregirse. No obstante, la persistencia de argumentos sólidos sobre la imparcialidad objetiva del Juez Central de Instrucción no 5, articulados con lucidez y preocupación en los votos particulares, deja tras de sí una profunda interpelación. La confluencia de un cargo político previo y un animus adversus percibido creó un caldo de cultivo para la parcialidad que, para una parte significativa de la comunidad jurídica, no pudo ser purgado por la intervención posterior, por muy diligente que esta fuera. La integridad del proceso judicial exige no solo la ausencia de prejuicios, sino una apariencia intachable que, en el caso del Juez Central de Instrucción no 5, estuvo, desde el mismo inicio, sumida en una profunda sombra de duda. Y es esa duda, por sí misma, la que corroe la fe en la justicia y exige, desde el más estricto rigor ético y la más inmaculada apariencia de la justicia, una respuesta categórica y ejemplar para salvaguardar la legitimidad y la moralidad del sistema judicial.