La vida del ser humano está instalada en una casa con muchas ventanas y diferentes alturas. Desde cada piso se observa una dimensión diferente de lo que pasa afuera. Pero todas las ventanas reciben la misma luz, dan a la misma plaza y están expuestas a que las piedras de los que están en la calle les rompan los cristales.
Debiéramos exigirnos una revisión diaria para que la luz, si es buena, sirva de reflejo a los que nos miran. Subir a los pisos de arriba lo que se contempla desde abajo y procurar que las piedras sirvan para construir nuevas casas donde la concordia habite y nos relacione, sin necesidad de pinganillos.
El amor, que nunca es sencillo, se incendia en las manos del tiempo cuando pasa, sobre todo si el despiadado viento lo agita: a su paso, entonces, todo queda destruido, irreparable. Nadie quedará para que engalane la vida con canciones. Nadie que encuentre soluciones para tanto enojo. La sangre siempre es la señal de todos los peligros.