Con 22 años me sugirieron dos meses en Málaga para aprender algo más de lo que sería mi oficio. Llegué sintiéndome ya poeta, con más pájaros en la cabeza que papeles escritos. De entonces, nada conservo, apenas una frase que me vino entre sueños: “Sólo creo en lo que me conmueve”.
A través de influencias conseguí que me recibiera don Alfonso Canales, ya poeta consagrado del que algo había leído de sus Sonetos para pocos, y permitiera que estuviese de oyente en algunas de las tertulias en su salón, llena de libros y de amigos.
-Don Alfonso, yo quiero ser poeta de los buenos, recomiéndeme un libro indispensable.
-Hijos de la Ira, de Dámaso Alonso, me aconsejó sin pestañear… años más tarde, una madrileña deliciosa me presentó a Dámaso Alonso en la última esquina doblada de su vida y yo llevaba el libro de “sus iras” en la mano para que me lo dedicara: apenas si se acordaba ya de cómo se escriben las palabras. Llorado sigue el azul de su dedicatoria en mis estanterías.
Libertad sin ira, eso es también lo que queremos ahora.