Antes de entrar Jesucristo en escena histórica, el emperador Augusto ya se había casado con Livia, madre a su vez de un hijo mayorcito, Tiberio, que habría de ser el heredero. Pero como pasaban los años y Augusto no tenía el menor interés en morirse, Livia ideó un plan infalible, muy propio de su reconocida astucia.
Augusto solía pasear a solas por su jardín que, además de rosas, alegraba los caminillos con higueras deliciosas. El emperador, mientras meditaba, cogía los higos más al alcance de su mano. Livia, conocedora de su costumbre, aceleró la muerte de su esposo envenenado los frutos a su alcance, llegándole así la muerte necesaria el 19 de agosto del año 14 después de Cristo. Tiberio, sucesor de su padrastro con todos los poderes, mandó talar las higueras del palacio para que ninguna otra Livia cayese en la tentación de la dulzura. Y aprendió para siempre que en la vida hay que tomar muchas precauciones porque hasta los besos más exquisitos pueden estar contaminados.
En los tiempos nuestros, por la mucha sequía, apenas si crecen las higueras; en su lugar, a un lado y a otro de las ambiciones, han florecido mascarillas. En esta ocasión, ni siquiera las pócimas van a ser necesarias.