Mientras escuchábamos al profesor su magistral lección de Lengua y Literatura, en la banca anterior a la que Lucas y yo solíamos tomar apuntes embelesados, una muchacha con espejo nos miraba descaradamente sin necesidad de darse la vuelta. Los ojos de mi amigo se reflejaban cada día en el cristal con azogue, donde Roxana se retocaba el llamativo y encendido carmín de sus labios.
Como su padre tenía una fábrica de chocolates en Villajoyosa, nunca más nos faltaron tabletas en la nevera del piso que compartíamos. Y Lucas, al concluir los estudios, terminó sabrosamente casándose con ella. Al año nos volvimos a ver:
-He aborrecido el chocolate. Y los espejos por donde paso. Y la universidad, que no nos enseñó a defendernos de las insistencias…
-Pero hombre, le contesté, entre la rutina del azúcar y el cacao, es preferible que recuerdes aquel tiempo atrevido, insinuante y feliz de cuando la dulce niña te miraba.