Estaba ya en París, en un hotel mínimo que pagaban sin descaro sus amigos. La noche en que murió Oscar Wilde levantó el brazo, como para detener el último golpe, y pidió champán sólo para justificar lo que diría inmediatamente: “He pedido champán para enseñarle al mundo que voy a morir por encima de mis posibilidades”.
Hace algo más de un mes se celebraron en España elecciones generales cuyos resultados fueron anticipadamente festejados porque, al parecer, era inminente el deceso de un gobierno-mascarón-de-proa que ya no podía soportar por más tiempo el oleaje de la verdad. El champán, sin embargo, sigue intacto en los grandes almacenes y hoy nadie se atreve a comprar ni una sola botella.
En Moncloa lo sabían casi todo porque de lo que se escucha en los teléfonos, se habla y no se acaba… En un tiempo no muy lejano eran escandalosos los “pinchazos” en el móvil que encarcelaban sin remedio la espontaneidad (con menos descaro, quizá, pero hoy se sigue haciendo lo mismo). Tampoco el rey Juan Carlos se vio libre de aquella comezón política por enterarse de todo.
Con esto de “pinchar” los teléfonos a todo el mundo, se siguen equivocando. Menos mal que con Dios se habla de corazón a corazón, que si fuera por teléfono, a estas horas habrían calculado los espías cuánto es el amor que nos permite la fe.
Esto último –o penúltimo– de poner a media España escuchando a la otra media es, cuando menos, destrozar para siempre los tiempos de la honradez. Porque pinchar el teléfono es quitar el sudario a la cruz de las palabras, descorrer la cortinilla de las intimidades, dejar también al pueblo sin el menor recato. Usamos el teléfono para adelantarnos a compartir las picardías del alma, para adivinar entre suspiros las complicidades del amor. Lo más sabroso de la rutina diaria quizá sean esos pequeños momentos en que preferimos el teléfono para hacer que se acerquen a casa los que nunca vienen a visitarnos.
El teléfono sirve para fingir que lloramos las ruinas ajenas y nos permite, por muchas que sean las tristezas oídas, cambiar sólo la voz sin cambiar la cara de las alegrías. Lo único malo del teléfono es que ya no escribimos aquellas cartas lloradas por el entusiasmo ni salimos en busca del cartero. Sólo ya los bancos nos escriben –¡ay!– en sobre con ojo de cíclope por donde asoma nuestro nombre con la letra más fría del ordenador y, más ocultas, las cifras azules de nuestras posibilidades…
Casi todo es capaz de aguantarlo el español (a la vista está), pero esto de que abran una rendija para meterse en la conversación, esto de que por vivir seamos todos sospechosos, nos obliga a gritar con la misma rabia con que han querido engañarnos. Y lo más sonoro, lo que más duele por el amparo o desamparo que representa, ha sido que se atrevieran a escuchar las sorpresas conocidas del Rey de entonces.