René con el mendigo

5 de octubre de 2025
4 minutos de lectura
René saludando a un mendigo.

(Algunos distinguidos lectores me solicitan la publicación de algunos capítulos de René que quedan por referir. Espero que a todos les agrade)

Cayeron hondos en el corazón de René los consejos y las advertencias que le había dado la señora Emilia de que se fijase con más atención en los que tenía a sus espaldas con inmensas contrariedades durante mucho tiempo que no eran fáciles de sobrellevar. Y pidió a René la señora Emilia que diera gracias a Dios porque, a su edad, había saboreado mucho más los sabores dulces que las hieles.

La misma señora Emilia llevaba una larga temporada con un dolor constante en la axila derecha, que ella justificó por el esfuerzo durante muchos años de sujetar la churrera con el hombro. Al fin, sin consultarlo con nadie por no compartir incertidumbres, se fue sola a Úbeda en busca del doctor Sendra, un reconocido médico de la familia, que no le dio buen diagnóstico, aunque tampoco quiso que la señora Emilia saliese de su consulta con el miedo a una enfermedad irreversible. El doctor Sendra le encomendó determinados ejercicios y unas grageas que compró en la farmacia sin levantar sospechas. El doctor Sendra, finalmente, le pidió que en lo posible dejara el oficio o que lo disminuyera al máximo.

Pensar en las pequeñas o grandes tribulaciones de los demás, no significaba para René una novedad, sí la forma intensa y ayudadora que le proponía la señora Emilia para relativizar las suyas cuando vinieren. Porque, tarde o temprano, las pesadumbres llegan, a veces enmascaradas; otras, quebrando abruptamente los equilibrios.

El caso es que René, al pasar con frecuencia por la iglesia de la Trinidad siempre saludaba al respetuoso mendigo de la puerta. En Baeza le llamaban Romi sin que nadie se hubiese ocupado si era Romi por Romualdo, por Remigio o simplemente un sobrenombre que había desplazado el suyo. Aquel día René, pensando quizá en la buena exhortación de su madre, se detuvo un instante con Romi para interesarse limitadamente en su particular manera de vivir.

No se le reconocía a Romi precisamente por su buen carácter, ya que apenas si agradecía con un gesto las monedas con las que parecía sobrevivir y sus respuestas a cualquier pregunta no pasaban de ser monosílabos displicentes.

De buenas parece ser que estaba Romi la mañana en que René, con un manojo de churros en la mano para dárselos, se acercó a él preguntándole si tenía casa o familia o en qué podía serle de ayuda. En gracia le cayó a Romi la preocupación inesperada de un joven al que solía ver con frecuencia pasar y hasta ese día sólo le había dispensado un saludo de indiferencia.

Los fríos del otoño comenzaban en Baeza a notarse, sobre todo en las casas sin brasero, en los ancianos que comenzaban a toser con miedo a atragantarse y en los vagabundos que venían de otros pueblos por diferentes motivos. Romi, como estaba de buenas, contestó a René con una aprendida filosofía de solitario:

-No sé cómo te llamas, preguntó.

-René, contestó René sin titubeos.

Romi, aprovechando que no pasaba nadie y aceptando los churros calentitos, quiso no desairar a René:

-Yo vengo de Torreblascopedro, a tiro de piedra casi de donde estamos. Casa no tuve nunca porque, aunque pensemos lo contrario, son ellas las que nos poseen, las que se adueñan de nuestra pobreza cobijándonos. Padres casi no tuve porque se murieron pronto, que es como no haberlos tenido y, desde niño, yo me aficioné a esto de estar solo, de no dar cuentas a nadie de mis gustos ni de mis horas. No pago impuestos, ni celebro amores, porque no existo. Sólo conocen mi quietud los que pasan y creen que me gustaría ser como ellos para llegar a sus sitios, a sus trabajos, a una vida parecida a la suya, organizada.

-Tú pensarás, René, que estoy loco, pero no te lleves esa idea de mí cuando le des vueltas a estas ideas que te digo. Verás, René, yo hace muchos años descubrí que todos somos mendigos. Unos piden cariño, otros monedas; los más, desean lo que los otros tienen sin darse cuenta que es demasiado alto el precio para terminar siendo como todos. Ser único no cuesta nada, apenas una esquina donde sentarse, el recibimiento de lo que a algunos le sobra y la lástima de los que pasan sin saber que son ellos los que me dan compasión porque ni siquiera son capaces de luchar por encontrarse a sí mismos.

-Yo soy yo, René, y como soy creyente, tengo bastante con Dios.

A René no le daba la cabeza ni el tiempo para asimilar todo cuanto los demás le enseñaban y prefirió dejar para más tarde las sorpresas de Romi y dejarse llevar por la divisible extrañeza que somos. Cualquier análisis termina dejándonos perdidos en conjeturas difíciles de resolver. La conclusión callada de René es que a los demás, cada uno en su misterio y en su esquina, hay que amarlos como son y nunca caer en la tentación de comprenderlos.

El día en que a René se le ocurrió regresar a la Yedra de visita, sintió frío y se culpaba de no haber sido previsor llevándose alguna ropa de invierno, propia del diciembre que apuntaba y que, a lo lejos, ya se veía blanco en las sierras de Granada. Un extraño alboroto lo recibió a las puertas de la casa de don Alipio y en seguida René pensó que algo grave había ocurrido en su ausencia. Sintió culpa de no haberle dedicado más tiempo a quien lo había acogido con tanto cariño, a pesar de que en estos últimos meses a don Alipio se le veía remozado en sus coloquios y en sus ganas de dar un paseo por los alrededores. René, en su última visita, le tomaba del brazo y le apartaba las piedrecillas del camino.

A don Alipio hoy se lo han encontrado muerto, echado sobre una carta a medio escribir encima de su escritorio. Los vecinos han acudido por un desacostumbrado movimiento de alas en los pájaros. Le habían cerrado los ojos, acostado en la cama y, unidas las manos, en posición de vuelo, como uno de sus canarios. Enredaron en ellas un rosario que, según había dicho muchas veces don Alipio, fue con el que rezaba su madre, cada día.

Cuando a las dos horas vino el juez para levantar el cadáver, René miró de reojo el papel a medio escribir, que nadie se atrevió a tocar, debajo de la pluma y que tuvo que ver con el último suspiro de don Alipio:

-René, si vienes pronto, no te vayas…

Pedro Villarejo

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