Acaba de morir con 94 años. Por testigos inmediatos he sabido que fue uno de los mejores catedráticos de eclesiología que impartió conocimiento concreto en la Facultad de Cartuja: sus alumnos, incluso con fiebre, iban a clase porque no podían perderse las evangélicas propuestas del profesor. Sus superiores, y algunos más, lo tenían sentenciado por entender que se columpiaba peligrosamente en la raya de la ortodoxia.
Los jóvenes que entonces vivíamos en Granada, y que íbamos a misa para rezar y aprender, conocíamos el horario en que el padre Castillo celebraba en los jesuitas de la Gran Vía. Esa mañana predicó desde una cita de Isaías alumbrada en el capítulo 4 del evangelio de San Lucas: “He venido para dar luz a los ciegos, libertad a los cautivos y oprimidos”… En el año 74, el celebrante Castillo subrayó en su homilía que si en España no había libertad, Dios no estaba… Una pareja de la guardia civil fue a la sacristía para llevárselo a declarar.
Sin Dios no hay libertad. Y sin libertad no hay Dios. El que tenga cabeza para entender, que entienda.