Normalmente los solteros suelen tener un grado relevante de neurosis. Y entre los poetas, solteros solitarios en la concepción profunda de las cosas, se agudiza tal singularidad hasta el extremo de ser inconfundibles.
En una de sus variadas biografías leí que Andrés Segovia, con dos o tres amigos, tocó el timbre del piso que compartían Zenobia Camprubí con Juan Ramón Jiménez en la capital de España. A la puerta, Zenobia, con un dedo en los labios, exigió extremo silencio a los visitantes porque Juan Ramón, como la que empuja para que nazca el hijo, “está teniendo un poema”.
Sabemos que acorchó las paredes de sus casas y puede que hasta se taponase los oídos cuando el dulce Platero rebuznara. Se enfermaba con el grito de los demás… y con el suyo propio. Melancólico de íntima melancolía, Juan Ramón Jiménez se enfermó de sí mismo, de no tener fuerza para acunar tanta poesía y por vivir, como un presentimiento continuo, la muerte de Zenobia.
…Algunos de sus amigos le llamaban “el malvado Juan Ramón”, no porque fuese malo, sino porque tenía preferencias del malva en los cielos del amanecer.