La mudanza a Baeza nuevamente no fue dificultosa para la señora Emilia ni para Faustino porque a La Yedra se habían llevado lo indispensable convencidos, quizá, de que no tardarían en volver.
Su casa en Baeza de la calle Poblaciones estaba casi intacta: una mesa a la entrada con enagüillas de diferentes colores y espesuras, según apeteciera en los veranos o en los inviernos, y sus sillas correspondientes; una mecedora donde la abuela se hamacaba; unas cantareras a la entrada de la cocina que miraba al patio y recibía la sombra de una higuera frondosa y un almendro cerca. Y los dormitorios en el piso de arriba tras subir veinte empinadas escaleras.
La calle Poblaciones, como casi todas las calles de casi todos los pueblos andaluces, se vestían de un blanco inmutable que con el tiempo el sol quemaba. Faroles de gas en algunas plazuelas todavía, que apenas alumbraban las blusas grises de los hombres que pasaban al atardecer vendiendo quesos o tiestos de macetas o pregonando las noticias por orden del señor alcalde. Las casas destacaban su importancia según la cantidad de balcones o la piedra pulimentada de sus fachadas. Algunas, mostraban con orgullo leonados escudos. También eran de considerar las colgaduras que lucían en las fiestas importantes. La calle Poblaciones terminaba en la iglesia de la Inmaculada que atendían los padres carmelitas descalzos, muy venerados en Baeza por el recuerdo que dejó allí San Juan de la Cruz cuidando a los apestados que en todos los rincones de Baeza se morían.
A mitad de la calle, en una casa medianamente palaciega vivía solo don Servando, que era maestro sin título oficial, pero que no le hacía falta, ya que todos conocían su cultura, manifestada claramente en su conversación y en sus maneras. Ni siquiera la biblioteca municipal tenía tantos libros como él en su casa, distribuidos hasta en el patio que, al tocarlos, olían a nardos o a diamelas. Tan aplaudidas eran las clases de don Servando que en Baeza muchas familias estaban pendientes de cuando se quedaba libre una plaza en su escuela, ya que él sólo admitía doce alumnos por grupo, ni uno más, porque el maestro estaba convencido de que con trece, catorce o quince se disipa cualquier aprendizaje.
Las gentes de los pueblos, que lo hablan todo, dijeron que don Servando venía de una familia carlista expulsada de Navarra, como tantas otras de distintas ideologías que se acomodaban, casi anónimamente, en los diferentes pueblos de España. Para don Servando el rey Alfonso XIII no era el rey legítimo, sino el descendiente de don Carlos María Isidro, hermano de Fernando VII y tío de Isabel II… líos de familia y estirpes que en nuestra tierra continuamente han llenado de sangre las banderas.
Como al oído, murmuraban entre sí las gentes que era soltero o divorciado, según otros. En verdad, su vida era un misterio que él cerraba con esmero cuando alguna persona atrevida le insinuaba que abriese la tapa de sus intimidades. De puertas hacia fuera, don Servando era correctísimo y solidario ante cualquier necesidad. En el Café de La Plaza, leía la prensa que no le llegaba a su casa y conversaba por las tardes, sobre todo, con aquellos que le distinguían.
Sobre la fachada de su casa, don Servando heredó al comprarla un escudo con águilas y guerreros que en el pueblo interpretaban como un signo de que los vencidos tienen que aparentar con filigranas la impotencia de no haber sido vencedores.
Don Servando debía tener dinero más que suficiente porque no cobraba a sus alumnos; él recibía lo que buenamente estuviera al alcance de las familias de sus alumnos. O nada. Su riqueza consistía en verlos crecer a cambio tan solo de agradecimiento. Porque don Servando refirió más de una vez que el mejor tesoro es el conocimiento que se regala.
Los gestos en el rostro que exhibía su dignidad magisterial, de buenas o malas pulgas sobre su largo bigote, anunciaban la valía de aquellos niños y niñas que iban creciendo a su lado. O recomendaba con suave firmeza a los que no tenían más remedio que irse en busca de un oficio. Don Servando tenía buen criterio para descubrir con respeto el mérito o la incapacidad de sus pupilos, invitándoles a que siguieran o no con los estudios.
Y acertaba.
Donde ponía el ojo don Servando difícilmente se confundía. Por eso, algunos padres temían que don Servando evidenciara la inutilidad para los estudios de sus hijos y los llevaban a otros maestros menos exigentes.
Aunque no todos los que estudiaban en la escuela de don Servando eran alumnos aventajados, porque alguno que otro se le colaba de vez en cuando en la elección. Un día René sin pretenderlo escuchó cómo su maestro, muy enfadado, recriminaba a solas a Liberto su falta de interés en aprender los temas que correspondían esa mañana. Don Servando le decía a Liberto:
–Tonto eres tú, tonto tu padre, tonto tu abuelo… llegarás a ser alcalde o presidente porque, como no sirves para nada, puedes ser cualquier cosa.
Y Liberto se reía con una risa menuda al convencerse que don Servando tenía razón, que él llegaría a muy altas responsabilidades.
Con René era distinto. Gracias a la señora Engracia, su abuela muerta que atendió muchos años la intendencia de la casa de don Servando, René fue admitido a la disciplina de una sabiduría que era reconocida y valorada en toda la comarca.
Algunos días don Servando con el bigote tieso y el dedo de señalar advertía a René:
–Tú eres como Einstein, que lo pregunta todo.
-¿Y eso es malo, don Servando?, volvió a cuestionar René con temor de niño.
-No. Porque gracias a que Einstein lo pregunta todo, casi todo lo sabe. Aunque hay cosas sobre las que no conviene indagar porque, o no tienen respuesta o pueden incomodar a quien las escucha. Debes saber, hijo mío, que muchas preguntas son como viejas heridas que nunca cicatrizan.
Don Servando no era muy religioso. Pero sus clases las comenzaba con la señal de la cruz. Y la Trinidad santísima se quedaba con ellos toda la mañana.