Visitando a unos amigos en su pueblo, y ante una precaria situación económica, les propuse que vendieran la casa familiar y así salir del apuro. La abuela venerable comenzó un llanto suave mientras argüía que esa casa había sido la cuna de muchos amores, en ella se habían consolidado generaciones de familias y todos guardaban la entraña particular del gozo.
Aunque Vicente Núñez sostiene que “las casas no son de nadie”, yo mantengo en la memoria el resplandor de las casas amadas y cuánto significa la blancura de la cal que llevan por dentro de las tabiques, como una especie de sangre congelada.
Ahora, entre alquileres imposibles o hipotecas desmesuradas, nos trasladamos de sitio y de paisaje sin que dé tiempo a que quede en las viviendas alguna voz encalada o una oración al aire desde la ventana. Ahora queda la provisionalidad de los empeños o la fuga de los destinos.
Si acaso, permanecen los mensajes en el móvil, que pueden borrarse por expertos en caso de que el texto nos comprometa. No obstante, las casas de los pueblos siguen solas y enamoradas: nadie pueda deshacer su hablar de siglos.