Hoy: 23 de noviembre de 2024
El gol de la victoria de Japón en el último partido de España en la fase de grupos del Mundial de Qatar traerá cola durante mucho tiempo. Algo parecido a lo ocurrido en aquel partido del mundial de 2002, en el que el árbitro egipcio Gamal Al-Ghandour invalidó dos tantos de España ante la anfitriona, Corea del Sur. Uno de ellos a instancias de un juez de línea, que interpretó que la pelota había salido, aunque las imágenes mostraron luego que el balón estaba claramente dentro. Hasta el maestro Garri Kaspárov, siempre combativo con las injusticias flagrantes, hizo público un comunicado en el que se quejaba amargamente de aquel robo literal que nos birló al mundo la oportunidad de disfrutar una final de España contra Brasil.
En el caso de la polémica jugada japonesa, múltiples imágenes y vídeos tomados desde diferentes perspectivas parecían contradecir la decisión arbitral, con la ayuda del VAR, de dar por bueno el gol. Pero la FIFA intentó resolver el conflicto mostrando una imagen cenital del balón en la que se puede llegar a comprobar que a la pelota le faltaron 1,88 milímetros para rebasar por completo la línea de fondo; se aplicaba aquí la norma FIFA según la cual se entenderá que el balón ha salido cuando toda su circunferencia se encuentre fuera. Guste o no guste, esa es la norma. El criterio es parecido al que se usa para establecer el fuera de juego. Será fuera de juego si alguna parte del cuerpo del jugador atacante supera la parte más retrasada del cuerpo del penúltimo adversario. La definición de estas normas podría tener otra forma. Por ejemplo: se considerará que la bola ha salido del campo si su centro de gravedad, que es el centro del esférico, ha superado la línea que delimita el campo. Y el caso del fuera de juego, podría ser que se considerará fuera de juego cuando lo esté el pie de apoyo del atacante. También podría eliminarse el fuera de juego. O construir una barrera física que delimite el campo, como en el hockey sobre patines.
Bromas aparte, a mí, personalmente, este conflicto en la aplicación de una norma futbolística me ha supuesto un motivo de reflexión sobre el gran problema de la identidad de los cuerpos y las fronteras, naturales o arbitrarias, físicas o abstractas, que los delimitan. ¿Qué es un objeto? ¿Dónde termina un objeto y empieza otro? ¿Hasta dónde alcanza la identidad de algo? ¿Cuáles son las fronteras entre dos realidades establecidas por una definición que casi nunca es rigurosa ni definitiva? Aunque parezca la paranoia de alguien que no tiene otra cosa a la que dedicar su tiempo, lo cierto es que estamos rodeados de infinidad de casos en los que surgen dudas razonables y conflictos de interpretación absolutamente garantizados.
En el ámbito del estudio de la realidad física, cuando se pudo técnicamente abordar la composición de la materia, los físicos se encontraron con una gran dificultad para definir la sustancia y la cantidad de espacio ocupado realmente por una partícula. La mecánica cuántica, que se reveló un gran poder descriptivo y predictivo del mundo a nivel atómico, nos obligó a aceptar a cambio que solo se puede conocer con cierto grado de probabilidad la localización de una partícula concreta, o que es imposible conocer a la vez con precisión la posición y la velocidad de la partícula que observemos. O que una misma partícula puede estar en dos lugares diferentes simultáneamente. O que mientras no la busquemos, en realidad esa partícula no tiene una realidad independiente. Los objetos físicos del mundo real parecen no tener unas fronteras bien delimitadas cuando se los mira muy de cerca. Los electrones, protones y neutrones dentro de un átomo se parecen en cierta medida a objetos sonoros dentro de una composición musical ¿Existen por separado cualesquiera de los armónicos asociados al sonido generado al tocar la tecla del La central en un piano? Al nivel de los átomos, toda la realidad se parece a un endiabladamente complejo concierto en el que todo está superpuesto y entrelazado y es imposible separar una cosa de otra.
¿Y qué pasa en nuestro mundo cotidiano, en las cosas que nombramos y utilizamos en nuestro día a día? Pues si no queremos engañarnos a nosotros mismos, también tenemos que aceptar la imposibilidad de resolver esta maraña con la que se nos presenta cualquier cosa que miremos, cualquier aspecto de nuestra vida en el que pretendamos poner orden. A cualquier norma siempre le sale una excepción. Cualquier definición o clasificación, por precisa y exhaustiva que pretendamos construirla, siempre se deja algo fuera, o mete algo que no debiera, o genera conflictos lógicos irresolubles. Me atrevería a decir más: cuanto más empeño ponemos en distinguir una cosa de otra, más difícil se torna la empresa. Hay un pregunta, lanzada por el matemático Benoit Mandelbrot, que ejemplifica este problema: ¿Cuál es la longitud de la costa de la Península Ibérica? Quien intente medirla se dará cuenta pronto de que el resultado variará dependiendo de la distancia desde la que se la mire. Y cuanto menor es la distancia desde la que observamos, más difícil se hace responder con precisión a la pregunta. Curiosamente también resultaría difícil responder a la pregunta sobre de dónde era Benoit Mandelbrot, ya que era un judío polaco nacionalizado francés y estadounidense. Y tampoco era estrictamente solo un matemático, porque tocó diversas áreas matemáticas y otras áreas científicas experimentales.
Algunas preguntas y definiciones más en las que ahora estamos enfrascados: ¿Qué es un hombre?, ¿Qué es una mujer?, ¿Qué son esas personas que no son o no se consideran a sí mismas ni hombre ni mujer? Y una cuestión ética sobre este asunto: ¿Es mejor o peor para la convivencia entre las personas definirnos y clasificarnos de una manera cada vez más exhaustiva y en contraposición las unas a las otras? ¿y qué hay de los derechos asociados a esas definiciones y clasificaciones? ¿No es más sencillo, y menos sujeto a posibles errores y contradicciones, proclamar que todas las personas tienen los mismos derechos? Cuanto más de cerca miremos la definición de las cosas, más difícil será responder lo que son, y más difícil aún resultará manejarlas de una forma coherente. Pero esta advertencia me parece ya, al menos por el momento, una batalla perdida. Muchas balones y muchas líneas nos quedan aún por delante.