Hoy: 23 de noviembre de 2024
En el catálogo general de todos los organismos surgidos a lo largo de la historia de la vida en la Tierra, las numerosísimas especies suelen agruparse bajo tres dominios: arqueas, bacterias y eucariotas. Se propone que, hace unos 4.500 millones de años, a partir de algún organismo ancestral surgieron en nuestro planeta dos variedades distintas, lo que serían las bacterias y las arqueas; y que más tarde alguna arquea, o una combinación de una arquea con una bacteria, dio lugar a los primeros organismos eucariotas, que son esos que tienen un núcleo, donde están los cromosomas, separado del resto de la célula por una estructura membranosa. De esos eucariotas primigenios saldrían multitud de organismos diferentes que hoy en día agrupamos en cinco reinos: protistas, cromistas, hongos, plantas y animales. Dentro del reino animal, los primates homínidos experimentaron su propio proceso evolutivo a través de diversas especies hasta llegar a lo que hoy somos: Homo sapiens.
En un par de cientos de miles de años, Homo sapiens ha pasado de ser un débil carroñero acosado por muchos depredadores a erigirse en el rey del reino animal, el máximo depredador, e influir decisivamente en la evolución de sí mismo y todas las formas de vida, y de la Tierra en su conjunto. Este poder tiene origen en su mayor inteligencia para comprender el entorno y a su capacidad para actuar y crear herramientas con las que transformar la naturaleza, de la que un día surgió, y ponerla a su servicio. Ambas capacidades, ciencia y tecnología, no son exclusivas de Homo sapiens, pero nosotros las desarrollamos primero y por el momento hemos llegado más lejos que nadie. Somos la única especie que ha logrado salir del planeta y habitar el espacio exterior, al menos voluntariamente. Y quizás por ello seamos los únicos, junto con algunas de las especies que nos acompañen, que pueden tener garantizada su supervivencia a más largo plazo frente a las múltiples amenazas que acechan la vida. Nuestro cerebro evolucionado, sin embargo, no solo es responsable de nuestra capacidad de conocer y transformar la naturaleza; también es el origen de la conciencia de uno mismo y de los otros, de la empatía y la moralidad.
En esa huida hacia adelante, el hombre pasó de aprender a defenderse de sus propios depredadores y compartir recursos con otros animales, a cazarlos o domesticarlos para usar su fuerza o convertirlos en alimento. A lo largo de miles de años hemos tenido esta doble relación utilitaria con otros animales. Pero una creciente empatía y conciencia moral ha empujado al hombre a reconocer que los animales son seres sintientes; muchos de ellos, conscientes de su sufrimiento y algunos con una empatía y conciencia moral cercana a la nuestra. Este proceso nos ha ido arrastrando hacia una relación de conflicto de no fácil resolución. Queremos a los animales, pero seguimos utilizándolos. Alimentada por movimientos ecologistas, veganos y animalistas cada vez más fuertes, una pregunta resuena cada vez con más fuerza al oído de nuestras conciencias: ¿Tenemos derecho a utilizar las vidas del resto de los animales en nuestro propio beneficio?
Esa pregunta tiene además múltiples versiones más específicas, según el tipo de uso que se haga del animal, la especie concreta implicada y el ámbito en el que se plantee la cuestión. Pero la respuesta general tiende a considerar la necesidad de eliminar el uso injustificado, minimizar el sufrimiento y maximizar el bienestar y la dignidad de la vida de los animales. En esa línea se están desarrollando e implementando por todo el mundo leyes que reconocen ciertos derechos a los animales y en las que se los defiende de nuestros abusos en ámbitos como la caza y pesca, ganadería, zoos y acuarios, espectáculos y muchas tradiciones culturales, algunas ancestrales como el circo, la tauromaquia o las mascotas.
El caso específico de las mascotas es de especial interés, pues ejemplifica como ninguna otra las relaciones contradictorias que llevamos sosteniendo con los demás animales desde hace al menos 10.000 años. Porque las mascotas, además de estar fuertemente arraigadas en nuestra cultura y en nuestras vidas, constituyen una parte sustancial de la economía. A nivel europeo, la industria de las mascotas alcanza un volumen superior a 150.000 millones de euros, con un crecimiento del 5% anual, y da trabajo directo a 100.000 personas e indirecto a otras 900.000. En España tenemos 30 millones de mascotas, o sea que hay más mascotas que españoles menores de 18 años. Ya es más común tener una mascota que un hijo. Y podemos llegar a quererlas tanto como a los hijos. Cuanto más queremos, protegemos y humanizamos a nuestras mascotas, más obvia se vuelve esta contradictoria relación. Se podría decir que nuestras mascotas también sufren, igual que disfrutan, nuestra protección y nuestro amor. Exactamente igual que unos hijos a los que unos padres sobreprotectores quisieran tenerlos en casa, con todo su amor, pero también con sus propias normas para siempre. En último término, llevar la lucha por la dignidad animal hasta sus máximas consecuencias supondrá prohibir las mascotas. Obviamente, no echar a la calle o devolver a la naturaleza a unos animales que no sabrían vivir solos, sino mantener los que hay hasta que mueran de forma natural al tiempo que se prohíbe su reproducción y su comercialización. Algo que, por otra parte, no sería nada sencillo.
Más allá de las leyes contra el maltrato animal o de protección de ciertas especies, reconocer verdaderamente el derecho de autodeterminación de los animales supone un conflicto ético seguro. Llevar este reconocimiento hasta sus últimas consecuencias debe llevarnos a renunciar a la relación utilitaria que tenemos con ellos, incluida la relación sobreprotectora y paternalista que hemos desarrollado con las mascotas. Podría encontrarse un símil, aunque suene algo políticamente incorrecto, con los procesos de descolonización y eliminación de la esclavitud y otras relaciones abusivas y de explotación entre humanos. En definitiva, un reino animal realmente justo implicaría reconocer de verdad los derechos de los animales, renunciar a ser los reyes del reino animal y compartir el poder. Pero hacer esto, en la práctica, no eliminaría los conflictos y las contradicciones. La única salida totalmente consistente a este conflicto moral sería escapar de la vida natural en la Tierra, aceptar que la humanidad ya no es un elemento más de la naturaleza viva, avanzar en este camino hacia la deshumanización o transhumanización, que iniciamos hace tan solo algunas décadas, hasta deshumanizarnos por completo. Dar un salto evolutivo al próximo escalón, y abandonar la vida natural a su suerte, dejar que el reino animal, la vida en general, evolucione en la Tierra sin nuestra intervención. Esa huida debería además implicar la renuncia a replicar en la Luna, Marte o donde fuera, algo parecido a la vida en la Tierra, o sea renunciar a cultivar otras formas de vida en nuestro propio beneficio. Habríamos de vivir directamente de la energía pura y la materia inorgánica y no viva; como mucho, de formas de vida microscópica muy simple. Esto, en realidad, es cada vez más factible en términos estrictamente tecnológicos. Cuestión aparte es que deseemos realmente seguir por ese camino. Lo más probable, como parece haber ocurrido antes a lo largo de la evolución de la vida y de la propia humanidad, es que las nuevas propuestas y soluciones convivan con otras más antiguas, que nuevas culturas se superpongan a las viejas de forma redundante y contradictoria. Porque la vida en sí misma es contradictoria con la igualdad y el equilibrio. En la vida, equilibrio es igual a muerte.
Miguel Aguilar es catedrático y profesor de bioquímica en la Universidad de Córdoba