En Zocolandia se vivía muy bien, como en todos los países donde se puede vivir mejor. La gente pagaba sus impuestos. Los jueces trataban de ajustarse a la benevolencia de las leyes. Con algo de ayuda y preocupación se estiraban las cuentas hasta fin de mes… Vivían, eso sí, en algunos rincones los díscolos de siempre exigiendo a los gobernantes: “que si esto es mío; que si, además del zocolandés, yo hablo otro idioma; que me pertenecen más fondos porque aquí nos han parido otros vientres”… lo acostumbrado.
Hasta que llegó a Zocolandia un señor apuesto que quería ser presidente y preguntó a los principales quiénes eran “los malos” del lugar. En seguida fueron identificados los terroristas, los decididos a romper con la unidad, los que se rebelaron por encima de las leyes y algunos hasta huyeron… El señor apuesto se reunió con ellos y les preguntó: ¿Estaríais dispuestos a votarme si digo que sois los buenos?… Sí, sí, sí fue el clamor de todos.
Y el señor apuesto se presentó de nuevo a los principales de Zocolandia y les propuso: “Estáis equivocados. Habéis juzgados como perversos a los mejores. Las leyes son otras. Yo os diré cuáles son. De lo contrario, voy a convencer a todo el mundo de que sois vosotros los que, con tanto rigor, queréis destruir a Zocolandia”.
Y se quedó el pueblo quieto, como cuando se esconden por la luz las mariposas.