¡Yo solo quiero que la justicia sea justa!

24 de octubre de 2025
9 minutos de lectura

«La justicia penal es, en primer lugar, un sistema de garantías.» (Francisco Tomás y Valiente) «No son todos los que están, ni están todos los que son.» (Proverbio Anónimo)

Fiscales que acusan y jueces que condenan sin el estudio ético del expediente

La expresión ‘Más papistas que el Papa’ condensa la esencia de la soberbia individual que afecta al sistema. Esta frase alude a un celo enfermizo y excesivo con una rigidez superior y morbosa a la de la propia autoridad máxima. En el contexto de la justicia, se refiere a aquellos funcionarios judiciales y fiscales que, a título individual, se creen dueños absolutos de la majestad institucional.

Harto sabido es que para acceder a la Carrera Judicial o Fiscal se requiere ser Licenciado o Graduado en Derecho. Por lo tanto, su conducta es una ofensa a la formación ética y jurídica que recibieron en su Alma Máter. Es como si hubieran cometido un fraude académico, graduándose con una audición selectiva de los principios, solo para perpetrar un fraude procesal en el ejercicio de su cargo. La negligencia inexcusable al permitir que los Fiscales acusen y los Jueces condenen sin el debido estudio ético del expediente no solo vulnera la tutela judicial efectiva (art. 24 de la Constitución Española), sino que constituye un descrédito y deshonor a la profesión de abogado y a los principios más sagrados de la casa de estudios que los formó. Actúan con una prepotencia, rigidez e inflexibilidad que superan la nobleza y objetividad de la Ley. Tienen unas agallas tan grandes que se creen más allá de la institución y un pecho inflado de paloma, que los convierte en un fin en sí mismos, olvidando que su función es servir a la Justicia, no adueñarse de ella.

Citamos este sabio adagio por cuanto es de obligatorio reconocimiento y justicia destacar a la gran cantidad de jueces y fiscales probos que ejercen su función con honor, ética y pleno respeto por la dignidad de su cargo. Estos profesionales tienen perfectamente clara su ubicación en el tiempo y en la historia de su vida laboral, manteniéndose centrados y objetivos. La crítica aquí vertida, por lo tanto, se dirige exclusivamente a aquellos funcionarios que desentonan y se encuentran desenfocados del noble ideal de justicia, cayendo en la prepotencia y la negligencia que atentan contra el derecho a la defensa.

Contextualización de la crisis ética

La presente crítica al exceso de celo, la pomposidad y la negligencia no puede aislarse de la cruda realidad que vive el sistema judicial. La actitud de sentirse poderosos e intocables por el cargo es la base que permite la proliferación de conductas de corrupción y cohecho. Las operaciones recientes contra funcionarios judiciales han puesto de relieve esta crisis: solo en los últimos meses de 2024 e inicios de 2025, las estadísticas del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) han reportado la apertura de juicios orales o el procesamiento de numerosas personas físicas y jurídicas por delitos de corrupción pública, incluyendo prevaricación, cohecho y malversación (tipificados en el Código Penal español).

Esta ola de purgas y destituciones demuestra que la soberbia y la falta de respeto a la dignidad del cargo son apenas la punta del iceberg de una crisis ética profunda que merece esta reflexión, más aún cuando el propio Ministerio Fiscal ha calificado las dilaciones indebidas en grandes casos de corrupción como una «lacra» con «consecuencias indeseables.»

La paradoja de la paz social

La función primordial y teleológica del Ministerio Fiscal en España radica en la salvaguarda de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público (art. 124 CE), y por extensión, en la promoción de la paz social. Su mandato ético y constitucional no es solo castigar al culpable, sino, fundamentalmente, asegurar que no existan culpables fabricados. Desde esta perspectiva, la demostración de la inocencia de un procesado, al probar que se trata de un ciudadano integrado y no de un generador de caos, debería ser recibida con alegría institucional. Cada archivo por inocencia es, en esencia, un mensaje positivo para la sociedad: un delincuente menos, un error judicial evitado, y un indicio de que la sociedad no está tan plagada de criminalidad como se presumía.

¿Por qué, entonces, esta disfuncionalidad barbárica? ¿Por qué se percibe con enojo o como una derrota personal lo que debiera ser un logro colectivo? La respuesta yace en la desviación del foco: el objetivo ha mutado del noble ideal de justicia y la búsqueda de la verdad real y objetiva, a la obstinada persecución de una hipótesis de acusación.
Esta desviación convierte al fiscal en juez y parte, privilegiando la verdad construida en fantasmagorías mentales de su hipótesis por encima de la realidad procesal. Esta es la base que motiva la negligencia inexcusable.

Pomposidad y prepotencia

El ejercicio del derecho de defensa (art. 24 CE) y la búsqueda de la verdad procesal en los sistemas de justicia contemporáneos se encuentran, con frecuencia, con un obstáculo insoslayable: la soberbia particular de quien ostenta el cargo. El título de Fiscal del Ministerio Público, lejos de ser un mandato de servicio a la justicia, se transforma peligrosamente en un pedestal desde donde algunos funcionarios miran por encima del hombro al profesional del derecho que acude a hacer una diligencia o, más simple aún, a consignar un escrito.

Es intolerable que la pomposidad y la jactancia sustituyan la obligación de diligencia. Cuando un Defensor acude a una Fiscalía o un Tribunal, está ejerciendo un derecho consagrado en la Constitución que garantiza la tutela judicial efectiva a su defendido, muchas veces privado de libertad.

El problema radica en que el funcionario, imbuido por un ego desmedido, exhibe la actitud del «nuevo rico» que, al obtener un premio o un cargo de trascendencia, no sabe qué hacer con él ni entiende su dimensión. Actúan engolosinados por el poder, en lugar de ejercer la mesura, la responsabilidad y la sensatez que requiere su alta investidura. Es natural que encarne la institución al representarla, pero en ese momento se creen el arquetipo, y aún más grandes: son más papistas que el Papa. Lo que resulta es un Bizarro de la Justicia (en sentido anglosajón, defectuoso y extravagante), una versión torcida y viciada del ideal. Olvidan que esta grandiosidad narcisista los lleva a un punto ciego: sus conductas negligentes, lejos de reafirmar su poder individual, rayan y ensucian la imagen pública de la majestad que están llamados a servir. Les importa un bledo la imagen institucional, pues su única brújula es la defensa de su orgullo personal.

En la médula de esta crisis yace la intención de lectura: el expediente es un cuerpo documental cuyo resultado —sentencia o acusación— depende enteramente de la óptica del lector. No es lo mismo leer con ojos de inocencia, buscando argumentos para garantizar el debido proceso, que leer con ojos de culpabilidad, buscando solo confirmar la hipótesis inicial del órgano inferior.

Razones del exceso: la raíz del ‘Más papista que el Papa’

La conducta de estos funcionarios, que se colocan por encima de la institución, tiene su origen en dos vertientes principales que actúan como motores de la negligencia y la soberbia:

  1. Intereses inconfesables y corrupción (Lucro Ilícito): La omisión del estudio diligente del expediente es a menudo deliberada y obedece a intereses inconfesables. El propósito no es la pulcritud procesal, sino enrevesar y enmarañar las cosas a propósito para generar una situación de caos en el proceso. Esto lo hacen para crear la necesidad de una «solución» que solo puede ser comprada, abriendo así las rendijas del cohecho y la corrupción. El funcionario ignora estratégicamente los puntos neurálgicos o las debilidades de la acusación para obtener un lucro ilícito, dinero sucio o dinero negro. La intención no es lograr justicia, sino extorsionar para obtener un beneficio personal.
  2. Ignorancia jurídica y soberbia: Una segunda razón radica en la ignorancia supina del funcionario sobre la ley o los principios del debido proceso. Esta ignorancia es disfrazada y sostenida por la propia soberbia y el miedo a parecer incompetentes. Se atrincheran en la prepotencia para evitar la crítica, ocultando su desconocimiento jurídico bajo un manto de autoridad inflexible. La falta de estudio es, así, una táctica defensiva personal que sacrifica la justicia.

Esta negligencia se manifiesta en una doble vía: en la Fiscalía y en la Judicatura existen funcionarios individuales que, con una conducta totalmente absurda, dan órdenes expresas para que a determinados defensores no les sean recibidos los escritos, negando de plano el acceso a la justicia. Mientras otros, aunque no pueden evitar la recepción, lo hacen con ostensible soberbia, como si el acto fuese una imposición indeseada.

En ambos casos, la negligencia inexcusable es palpable. La crisis más profunda se da cuando la cognición del juez se revela parcial: muchos abordan el proceso con una hipótesis de culpabilidad ya prefijada, de modo que la presentación de pruebas irrefutables de inocencia por parte de la defensa no se interpreta como un acto de justicia, sino como un elemento de derrota personal. Se sienten vencidos o perdedores frente a aquel a quien creían condenado irremediablemente.

Esta reacción visceral —este encabritamiento y enojo— ante la verdad procesal es una quiebra fundamental de la imparcialidad, transformando el tribunal de justicia en un espacio donde la sentencia se dicta por el ego, y no por la razón jurídica. La negligencia inexcusable, en este estadio, es el desapego deliberado del deber de objetividad judicial.

La ética del servidor público exige despojarse de la vanidad. La justicia no se mendiga; se exige con la dignidad que confiere la Ley y el respeto irrestricto a los derechos humanos.

El eco psicológico de la función: ¿cuándo cesa la soberbia?

La jactancia, el narcisismo y la apropiación patológica del poder plantean una pregunta trascendental de orden psicológico: ¿Qué ocurre con estos funcionarios cuando la toga es removida y el pedestal institucional se desploma?

Recordamos la demencia sobrevenida en las historias de figuras de la cultura popular, como el actor que encarnó a Tarzán (Johnny Weissmüller) o a Superman (George Reeves), quienes terminaron sus días sumidos en la locura, incapaces de distinguir la realidad de su personaje. Se apoderaron tanto del rol que este consumió su identidad real.

La analogía es perturbadora. Aquellos jueces y fiscales que hicieron de la soberbia personal su brújula y del cargo un cetro, y que son separados o jubilados tras una vida de injusticia y corrupción —violando el principio de Iura Novit Curia para sustituirlo por el capricho—, ¿realmente harán una evaluación de las injusticias y maldades que cometieron de forma deliberada? ¿O su patología narcisista les impedirá la reflexión?

El destino para estos funcionarios puede ser la condena penal. Muchos irán a la cárcel, sufriendo condena, donde el castigo no es solo la privación de libertad, sino la dolorosa imposibilidad de estar con sus familias, nietos y descendientes, sufriendo el aislamiento total del mundo que una vez dominaron.

Si logran evadir la prisión, el desquicio psicológico es inevitable. Su narcisismo puede dejarlos en sus últimos años en sus hogares, solos y abandonados, pues su familia y sus nietos se han alejado, incapaces de soportar a unos padres o abuelos déspotas y presuntuosos. Su soberbia se convierte en un foco de terror para ellos mismos al enfrentar la cruda realidad de que ya no tienen el poder que manejaron.

Peor aún, si la conciencia de sus actos irrumpe, sus noches y su vida final no serán más que una atormentada vigilia. Estarán asaltados por el terror, viendo en su mente a aquellas personas que han muerto o sufrido por sus sentencias infames y corruptas, dictadas con mala fe e intención maléfica para hacerse de dinero o satisfacer su ego. Verán demonios y persecuciones infernales, maléficas y diabólicas que atormentan su mente y su alma. La locura podría ser, entonces, la pena última por la negligencia inexcusable.

Recapitulación de la actitud del funcionario

A modo de síntesis de la problemática expuesta, la actitud de ciertos funcionarios judiciales y fiscales se caracteriza por:

  • Soberbia personal (antítesis institucional): El ego del funcionario prima sobre la función de servicio público, actuando como el Bizarro de la Justicia y sustituyendo la diligencia y la objetividad.
  • Daño a la imagen pública: El funcionario subordina la majestad institucional a su ego, desdiciendo con su conducta la imagen pública de la Fiscalía o el Tribunal.
  • Intención de lectura viciada: El expediente se aborda con ojos de culpabilidad en lugar de con la objetividad requerida por la ley.
  • Negligencia por obstrucción: La manifestación más grave es la orden expresa de no recibir escritos por parte de fiscales y jueces.
  • Intencionalidad y corrupción: La omisión del estudio es deliberada, ignorando los puntos neurálgicos para abrir el camino al cohecho y el lucro ilícito.
  • Negligencia cognitiva: El Juez percibe la prueba de inocencia como un elemento de derrota personal, viciando su imparcialidad.
  • Contradicción ética: Ver la prueba de inocencia no como una victoria para la paz social (un delincuente menos), sino como una afrenta personal a la hipótesis inicial.
  • Desprecio al Derecho Supremo: El enojo y la parcialidad emocional se imponen al derecho supremo a la libertad y la presunción de inocencia.

«La toga no representa por sí sola ninguna calidad, ni merece por sí misma ningún respeto. […] Y no es otra la misión del Abogado que la de hacer que la Ley se cumpla. Si no, ¿para qué serviría?» (Ángel Ossorio y Gallardo)

«El derecho a la defensa es la institución jurídica más importante y venerable de toda la arquitectura constitucional.» (Luigi Ferrajoli)

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