A veces nos encontramos con una imposibilidad de emplear correctamente los pronombres personales, cayendo en una especie de dislexia moral. Cuando debemos decir yo, decimos nosotros, para diluir culpas y responsabilidades; o cuando debemos decir nosotros, decimos yo para atribuirnos méritos y llevar la gloria al recinto privado del ego. De forma que en una inversión de la primera persona del plural con la primera persona del singular, los seres humanos incurrimos muchas veces en injusticias, imprudencias y, lo que es peor, en una profunda falta de honestidad intelectual.
De manera jocosa recuerdo que en una homilía, el sacerdote, explicando el concepto del «yo pecador», exponía algo muy serio; que no se decía «por tu culpa, por tu culpa, por tu grandísima culpa», sino que cada quien debía asumir su pecado, su transgresión a las normas divinas o humanas. No se trata de exonerarse de responsabilidad endilgándosela al prójimo o al hermano, sino de encarar la falta con la entereza que exige la conciencia. El problema no es solo gramatical; es una negación psicológica de la propia falta. Y es que preferimos endosar las culpas a los demás e invertimos el yo por el él o por ellos, buscando siempre un chivo expiatorio para la paz efímera de nuestro espíritu.
Sin dudas, es práctica generalizada excluirse cuando las cosas no salen como debieran, al igual de utilizar la primera persona del singular cuando las cosas salen bien por obra de otros, del conjunto, del colectivo o del equipo, y el yo narcisista se precipita a ponerse los laureles. Esta pulsión de la egolatría es un instinto primario que debemos someter bajo el yugo de la razón y la humildad.
Imagínese, que el 21 de julio de 1969, Neil Armstrong, al pisar la luna, en un pequeño arrebato de egolatría, en lugar de haber dicho la frase inmortal: «es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad» (one small step for a man, one giant leap for mankind), hubiese dicho: «Es un pequeño paso para la humanidad pero un gran salto para este hombre«. Ciertamente, aun esa gran proeza de ser el primer hombre en pisar la luna se hubiese eclipsado por la torpeza que constituiría desconocer el esfuerzo del equipo en tierra, del conjunto de todos los hombres y mujeres que permitieron la consumación del objetivo propuesto, e incluso del alma colectiva de los habitantes del planeta, que con sus buenos deseos apoyaron esa odisea. La grandeza de su logro reside precisamente en su capacidad de trascender el yo personal.
Al momento de los galardones, muchos alteramos las funciones gramaticales e invertimos los pronombres personales. De ordinario, cuando debemos usar la primera persona del plural, inconscientemente —como podría haber dicho Sigmund Freud—, nos referimos a la primera persona del singular. Olvidamos que en una carrera de relevo, todos se pasan el testigo y quien logra llegar a la meta no es un yo aislado, sino un nosotros sincronizado por un objetivo común. Y hacemos tanto énfasis en el yo, que nos vemos inelegantes, hasta prosaicos y meramente instintivos, negando la interdependencia que realmente construye el éxito. Reconocer el nosotros es, paradójicamente, el acto de nobleza que magnifica el yo.
«Solo, podemos hacer muy poco; juntos podemos hacer mucho.» — Helen Keller
Doctor Crisanto Gregorio León, universitario profesor, abogado, psicólogo, ex sacerdote