Oído al tambor
Esto no es una crítica en contra de todos los jueces ni en contra de todos los fiscales en materia de violencia contra la mujer. Es solo contra aquellos que se creen más papistas que el Papa y pavonean una falsa rectitud e inteligencia y una falsa probidad que seguro serán muy pocos.
Pensamiento inicial
Así piensan y dicen quienes así actúan: “El Sarcasmo Fiscal y Judicial es mi única divisa: Yo condeno a todos los hombres porque solo los míos son dignos del beneficio de la duda y del manto de la inocencia. Para el resto, el juicio es una fastidiosa formalidad que debe abreviarse: ¡que ardan de una vez en el fuego del expediente!”
— Dr. Crisanto Gregorio León
Antes de adentrarnos en la crítica a la jurisdicción de violencia de género y la presunción de culpabilidad contra el hombre, es fundamental establecer el contexto de la justicia en Venezuela: una crisis de probidad reconocida incluso por sus máximas autoridades.
La denuncia sobre la actuación prepotente y corrupta de jueces y fiscales no es una mera opinión del articulista; es una realidad documentada y confirmada. El propio Fiscal General de la República, Dr. Tarek William Saab, ha hecho pública una cruzada contra las irregularidades en el sistema.
El Fiscal ha informado sobre la investigación, imputación y enjuiciamiento de cientos de funcionarios judiciales y fiscales a lo largo del país por graves hechos de corrupción, incluyendo extorsión, tráfico de influencias y malversación de funciones. En sus palabras, se ha emprendido un proceso de «purga» o «depuración» para garantizar el decoro.
Esta realidad de destitución sistemática por actos de corrupción demuestra que muchos funcionarios que hoy operan con presunta rectitud tienen «rabo de paja» y actúan bajo la sombra de la falta de probidad y el encubrimiento. Ellos viven en su propia salsa, se sienten ensalzados y no miran para atrás, sintiéndose delincuentes intocables que miran a todos por encima del hombro
Este contexto de crisis institucional es el fundamento para cuestionar la probidad de algunos (no de todos, porque siempre hay gente recta) de quienes hoy deciden sobre la libertad de los hombres. Por ello, si un funcionario actúa correctamente y con ética, que este argumento le resbale; pero si la conciencia le pesa, la destitución o la cárcel es una posibilidad que entre cielo y tierra no se puede ocultar.
En la jurisdicción especial de violencia de género, el principio fundamental de que todo acusado es inocente hasta que se demuestre lo contrario parece haberse invertido radicalmente para los hombres. La concepción preestablecida de que «el hombre es culpable todo el tiempo» ha permeado las instituciones, llevando a que algunos funcionarios judiciales y fiscales ignoren pruebas irrefutables que favorecen al imputado. Esta actitud, más que un error legal, se percibe como una posición preconcebida que convierte el proceso penal en un mero trámite para ratificar una condena, aun frente a la evidencia de pruebas forjadas y fraude procesal. Ello redunda en un número inaceptable de hombres inocentes privados de libertad.
De hecho, la indiferencia ante las pruebas de descargo es tal, que el juicio se reduce a una mera formalidad. Si las autoridades ya han decidido la culpabilidad a priori, sería más eficiente y coherente que suprimieran el juicio por completo y condenaran al acusado directamente tras la detención. Esto pondría fin a la simulación procesal de que las pruebas de inocencia tienen algún valor.
Paralelismo histórico: Este escenario recuerda a la Cacería de Brujas de los siglos XV-XVIII, donde la acusación (a menudo impulsada por histeria o intereses personales) equivalía a la pena. En episodios tristemente célebres como los Juicios de Salem (donde también hubo hombres condenados), la presunción era de culpa y las sentencias eran de muerte. Si la suerte del acusado en esta jurisdicción ya está echada, ¡simplemente quemen a los hombres en la hoguera de la condena desde el inicio!… a menos, claro está, que se trate de un familiar de algún funcionario fiscal o judicial, pues, esos sí son inocentes.
Pareciera, además, que estos funcionarios deben cumplir con una estadística de eficiencia donde la cantidad de hombres encarcelados y condenados es el principal indicador. Entre más hombres condenen, así sean inocentes, mejor serán percibidos por sus superiores, asegurando su permanencia y promoción en sus cargos.
La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV), conforme a la Pirámide de Kelsen y a su Artículo 7, es la norma suprema. Ella consagra dos principios irrenunciables para la justicia:
– La presunción de inocencia (CRBV, Artículo 49.2; COPP, Artículo 8).
– La favorabilidad al reo (in dubio pro reo): «Cuando haya dudas se aplicará la norma que beneficie al reo o a la rea» (CRBV, Artículo 24).
Estos principios fundamentales se ven directamente confrontados por el Artículo 12 de la Ley Orgánica sobre el Derecho de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (vigente desde diciembre de 2021). Este artículo establece la aplicación preferente de la ley especial y ordena que, «En caso de duda en la interpretación o aplicación de esta Ley se adoptará aquella que más favorezca la protección de los derechos humanos de las mujeres víctimas de violencia…»
Este Principio Pro-Víctima, si bien noble en su intención, opera en la práctica como una deformación jurídica al invertir la carga de la prueba y anular el in dubio pro reo. Para el hombre, la duda ya no beneficia al reo, sino que se convierte en un instrumento que favorece la línea de la acusación, consumando la presunción de culpabilidad y permitiendo la condena de inocentes al colocar la ley especial por encima de la Ley Suprema.
La defensa de un hombre acusado en esta jurisdicción a menudo se transforma en un verdadero «pugilato intelectual» contra un sistema que actúa como parte y juez a la vez. Se cuestionan los egos hinchados y elevados de ciertos funcionarios que, desde sus puestos de poder circunstancial, parecen disfrutar de la humillación y el pisoteo del hombre, así se demuestre su inocencia. Se percibe una morbosidad en el interés de mantener a un hombre encarcelado, una especie de «morbo judicial» que no atiende a la lógica o al derecho.
La arrogancia de estos funcionarios se cimenta a menudo en la ignorancia altanera, ya que muchos acceden a sus puestos por amiguismo o relaciones, y no por capacidad o suficiencia académica. En cualquier fase del juicio, cuando se presentan dudas razonables que deberían obligar a aplicar la favorabilidad al reo, estas autoridades las ignoran aplicando la falacia de desvío, es decir, desentendiéndose de las manifiestas dudas y cambiando el foco del debate.
La Falacia del Desvío es una técnica retórica que aquí se emplea para ignorar selectivamente las pruebas o argumentos de la defensa, desviando la atención hacia puntos irrelevantes o manteniendo la línea de la acusación preestablecida, para así justificar la condena sin resolver las dudas sobre la inocencia del hombre.
Las sentencias, a menudo redactadas por asistentes o secretarios y firmadas sin la debida revisión por jueces sobrecargados, exhiben una alarmante carencia de rigor intelectual. Pareciera que a estos funcionarios no les provoca pena o vergüenza ser considerados analfabetas judiciales, lo que resulta en decisiones que actúan como «guillotinas» contra el destino de hombres inocentes.
Es fácil, desde la comodidad y seguridad de una oficina, sentenciar a un hombre a muchos años de prisión. Para el sentenciado, esto es igual que sentenciarlo a muerte, pues se le está robando su vida y su libertad.
Salvedad Necesaria: Es imperativo recalcar que la crítica no abarca la totalidad de la judicatura. Existen, desde luego, jueces brillantes que se preocupan por el contenido, la estructura y la ilación pertinente de sus sentencias, garantizando la observancia del debido proceso. No obstante, la gravedad de la incompetencia y el sesgo de un sector del funcionariado es lo que impulsa este cuestionamiento.
A los hombres condenados injustamente, incluso en prisión preventiva, se les inflige una doble pena: la herida física y psicológica de la cárcel y las heridas morales impuestas por la sociedad. La gente, que condena simplemente de oídas y sin importar la realidad de las pruebas, impone una sanción moral que es casi imposible de borrar.
¿Quién les devuelve la vida, el honor y la dignidad perdidas? ¿Quién compensa el estigma social que arrastrarán aun después de una hipotética absolución? La sociedad rara vez se pone en los zapatos del otro y la difamación perdura mucho más que el proceso judicial. La justicia, en estos casos, no solo les quita la libertad, sino que les roba su nombre y su identidad ante la comunidad.
«¿Y si el hombre involucrado perteneciera a tu familia? ¿Crees acaso que está exento de que la injusticia toque a tu propia puerta?»
La situación es simple: si el involucrado fuera tu padre, hermano, tío o hijo inocente, ¿seguirían aplicando el mismo sesgo? La humanidad y la imparcialidad del juez y el fiscal deben trascender el vínculo sanguíneo. El puesto de poder no es un cetro; es un servicio a la justicia, que debe ser ciego e igual para todos.
El artículo culmina con la pregunta más punzante, el llamado directo a la conciencia de estos operadores de justicia:
Mientras se trata de otros, su dolor o su inocencia te resbala. Pero, ¿es que crees que los hombres de tu familia serían incapaces de cometer actos o que en algún momento no serían acusados injustamente siendo inocentes? Allí sí te va a doler, cuando te toque muy directamente.
A quienes se sienten grandiosos «tumbando» argumentos de libertad con la arrogancia de los que tienen el poder circunstancial, la reflexión se vuelve un ultimátum moral:
«Con la vara que midas serás medido» (Mateo 7:2).
La prepotencia y la complacencia ante la injusticia solo demuestran un profundo desprecio por el alma. Estos funcionarios cierran los oídos de la mente, del corazón y del espíritu, acatando directrices injustas. Deben recordar que su cargo es temporal, pero sus acciones tienen un peso eterno y que, incluso si escapan a la justicia terrenal, en el infierno les cobrarán sus acciones por estar condenando a gente inocente. El destino tiene sus propias formas de equilibrar la balanza.
Pensamiento final:
Así piensan y dicen quienes así actúan: «Cuando un argumento beneficia al hombre y amenaza mi estadística, no hay dilema: le aplico la Sagrada Falacia del Desvío. Me desentiendo de la prueba, ignoro la inocencia y, con la dignidad que me confiere el cargo, desvío el expediente hacia el basurero de la libertad, que es el sitio al que envío la esperanza de los hombres acusados fraudulentamente. Mi única misión es mantener la cuota de condenas.»
— Dr. Crisanto Gregorio León