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Viejos

Gonzalo Pérez

Gonzalo Pérez Ponferrada

“Me duele el alma de seguir muerto”, me dijo Antonio Roldán mientras yo le pedía permiso para sentarme junto a él. Estaban todos alineados en el mismo banco. Antonio Roldán, Pedro Sagasta, Julián Segorvi y Matías Cañete. Charlaban en una mañana de invierno muy soleada. Era una conversación como la de todos los días, con la lentitud suficiente para disfrutar de las palabras. Todos tenían más de 75 años, aunque Julián Segorvi, el mayor de los cuatro, había cumplido en marzo pasado 82.

Me senté un rato con ellos porque a veces hay que estar junto a los viejos para poder palpar más de cerca el pasado. “Los mayores saben esperar mejor que nadie al tiempo”, contaba Antonio Roldán.

Me duele el cuerpo y el alma. De tanto esperar uno se cansa de desandar lo andado. Después de luchar tanto en la vida aquí estamos, abandonados en un banco del cementerio, junto a la hojarasca.

“Al final sólo nos queda estar aquí quietos al calor del sol”. Así se lamenta Antonio Roldán, un hombre que regresó a su tierra para pasar los últimos años. Cuando su esposa francesa murió decidió volver. En París ha dejado dos hijos y cuatro nietos, y aquí está solo.

Pedro Sagasta nunca salió del pueblo, pero sus cinco vástagos sí. Hace años que se fueron a la capital y lo abandonaron en la casa donde nació él y más de diez generaciones de Sagasta. Pedro trabajó sus tierras hasta que hace un par de años la artrosis lo dejó inútil. “Con estas manos pagué las carreras a mis hijos”, me dice.

Julián Segorvi no habla. Se dedica a mirar a todos sus colegas y asiente cuando quiere darles la razón, o niega tajantemente con la cabeza cuando no está de acuerdo. A veces ni se inmuta. Mira con la serenidad de los que deciden abandonar el habla por voluntad propia.

Comentan los viejos que enmudeció hace cuatro años cuando tuvo que enterrar a su única hija con tan solo veinte años de edad. “Los hijos no pueden morir antes que los padres”. Desde el día del entierro fue lo último que se le oyó decir.

Julián luchó en la Segunda Guerra Mundial en el bando de los aliados y fue uno de los primeros españoles que liberó París de los nazis. Un vecino descubrió hace unos años en un viejo documental a su paisano subido en un carro de combate desfilando por Los Campos Elíseos el día de la liberación de la capital francesa.

De los cuatro, Matías Cañete es el más charlatán. No para de hablar. De joven fue cómico. Anduvo durante años por la región en un destartalado carromato junto a dos actrices y un chirigotero. Era el dueño de La Noble, la única compañía de teatro que se aventuraba por aquellos poblados de la sierra.

Son tan simpáticos estos viejos que el tiempo se me ha pasado volando, aunque ya es tarde y tengo que despedirme. Les digo “adiós” y no me contestan, y me pregunto por qué están tan silenciosos después de este rato tan afable.

“No te dicen nada porque, a estas horas, los muertos están callados. Se convierten en estatuas inmóviles arrinconadas en mi memoria”, me dijo un viejo escritor que me estaba oyendo hablar solo. “En este banco del cementerio sólo estás tú, y permaneces aquí porque yo quiero”, me replicó.

“¿Y dónde están los demás? ¿Dónde se encuentran estos viejos tan campechanos con los que he entablado tan amable debate?”, dije.

“Siempre me haces la misma pregunta. Lo sabes muy bien. Ellos hace tiempo que están muertos, igual que tú. Hace mucho que ya no existes. Sólo formas parte de mis recuerdos”, me comentó el escritor, el único viejo vivo de aquella mañana tan soleada de invierno.

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