Van Morrison no es solo una leyenda del soul, el jazz y el folk. Es también un enigma con patas. A sus 78 años —camino de los 79—, el autor de clásicos como Brown Eyed Girl o Moondance continúa sobre los escenarios, pero su vida personal sigue siendo un territorio casi sagrado que rara vez se deja explorar. Este fin de semana actuó en las Noches del Botánico de Madrid, fiel a su estilo: sin discursos, sin prensa y con su música como único manifiesto, según una información publicada en 20minutos.
Su primera gran historia fue con Janet Rigsbee, una joven estadounidense que conoció durante una gira con su banda Them en 1966. Aquella relación, marcada por la pasión y las necesidades migratorias del propio artista —el matrimonio le ayudó a regularizar su situación en EE. UU.—, dio como fruto a Shana Morrison, su hija y única descendiente del matrimonio. Ella siguió sus pasos musicales, aunque con menor éxito, y llegó a compartir escenario con su padre en giras por todo el mundo.
Janet fue clave en los inicios de su carrera en solitario, incluso apareciendo en la portada del álbum Tupelo Honey. Pero el amor no sobrevivió: se separaron en 1973.
Su segunda esposa fue Michelle Rocca, Miss Irlanda en 1980, estrella televisiva y expareja del magnate Cathal Ryan. Se conocieron en 1992 en una fiesta de alto copete en el castillo de Leixlip y, desde entonces, formaron una pareja tan discreta como poderosa. Ella, más acostumbrada a los flashes, se adaptó al silencio del genio norirlandés.
Poco se sabe de su relación, más allá de que ella fue el rostro —y los perros, los acompañantes— de la portada de Days Like This, uno de los himnos más reconocidos del artista y símbolo de esperanza en los años más duros del conflicto norirlandés.
Además de Shana, se le reconocen dos hijos más, fruto de su relación con Rocca, aunque apenas han aparecido en público. Su historia familiar, sin embargo, parece esconder algo más: una gran tragedia que nunca ha sido contada del todo. Se intuye, se menciona, pero nadie —ni el propio Morrison— ha querido ponerla en palabras.
Mientras Dylan inspira películas, Morrison prefiere el perfil bajo. Nunca ha buscado el mito, pero lo ha conseguido. Su legado está escrito en vinilo y silencio, y quizás esa mezcla —de talento y misterio— es lo que le convierte en uno de los últimos gigantes vivos de su generación.
El escenario, y solo el escenario, sigue siendo su confesionario. Y Madrid fue testigo, una vez más, de su voz intacta y su historia impenetrable.