RAFAEL FRAGUAS
Tengan piedad. Piedad de la gente y también de los que nos dedicamos al Periodismo. Señores corruptos: ¡dejen de corromperse! ¿No era suficiente con lo que hemos contemplado con estupor en la cúpula del PSOE, para que ahora descubramos, precisamente ahora, que Ustedes, bajo Gobiernos del PP, se corrompían cambiando leyes para que grandes compañías privadas eludieran pagar sus impuestos, engrasando de paso sus cuentas corrientes? Hemos averiguado, no a través de un juez-estrella, de los que prevarican y pululan sin recato por Madrid, sino gracias a un magistrado ¡tarraconense!, que 27 altos cargos del Ministerio de Hacienda –más de 120.000 euros anuales de retribuciones salariales, además de pluses, productividades, consejos de administración, complementos, dietas– manipulaban presuntamente las leyes tributarias. Y lo hacían para favorecer intereses de compañías gasísticas privadas a cambio de incrementar sus emolumentos funcionariales propios. Item más, hemos sabido que, supuestamente, lo hacían agazapados ni más ni menos que en el Ministerio de Hacienda, el que se dedica a recaudar los impuestos de todos, regido entonces por un ministro-empresario privado, Cristóbal Montoro, al que desde su poltrona ministerial no le temblaba el pulso a la hora de decidir recortes muy gravosos y generalizados contra la mayoría social trabajadora.
Claro que, en honor a la presunción de inocencia, hemos de admitir que, sin mediar sentencia firme, puede tratarse de una indagación versada hacia su archivo, ese término tan codiciado por quienes temen que, de seguir su instrucción adelante, el sistema todo, su sistema, cruja y se venga abajo… Ello llevaría a los más susceptibles a pensar que la presente indagación sería una treta más para mostrar una equidistancia –“igual de malos y corruptos son los de izquierda que los de derechas”, sería la coletilla– que ulteriormente se desinflaría y la maquinaria estatal siguiera su curso… hacia ninguna parte. Confiemos en que no sea tal añagaza.
Empero, a muchos nos hubiera gustado que lo ahora descubierto no hubiera tardado ¡siete años! en salir a la luz pública. Y que la UCO de la Guardia Civil se hubiera mostrado concernida de oficio -¿o no?- en esta investigación. ¿Por qué emerge precisamente ahora, en la víspera inminente de las vacaciones, cuando la ciudadanía se encuentra exhausta, también por haber aguantado una tensa, prolongada e histerizada situación política y parlamentaria inducida por un puñado de políticos, diputados y algún togado, que han conseguido llenar nuestra democracia y nuestras vidas de amargura y decepción? ¿Se demoró para impedir que la cólera social irrumpiera en la escena?
Gravedad inusitada
El nuevo escándalo que aflora en este momento cobra una gravedad inusitada, puesto que concierne a la presunta erosión del aparato hacendístico estatal, el que necesita legitimarse para hacer a su vez legítima la recaudación de impuestos que nos impone cada año. Lo sucedido, en caso de probarse, le pareció menos grave a un preboste hacendístico del Partido Popular, de pasado municipal madrileño, Juan Bravo, que vino a decir que como en este caso “no había prostitutas”, en referencia a otros casos de corrupción, todo resultaba más llevadero. Este es el percal con el que contamos. Esta es buena parte de la clase política que rige nuestro dolorido país.
¡Ah!, no se nos olvide: los interfectos, muchos de los 27 altos cargos de Hacienda imputados en este caso, “aterrizaron” confortablemente luego en compañías privadas, señaladamente glamurosos bufetes de abogados o empresas financieras de fuste. Hasta allí se llevaron los secretos de la maquinaria hacendística estatal que, por sus anteriores cargos, tan bien conocieron y manipularon: ¿es legítimo presumir que algunos, si no muchos de ellos, desde sus nuevos destinos privados, siguieron corrompiéndose o ayudaron a mantener el aparato corruptor del que casi siempre dependieron?
Seríamos demasiado ingenuos, por no decir estúpidos, si no reparásemos en que todo esto, la concerniente a la corrupción, corruptos y corruptores, es el efecto de una causa de mayor envergadura, si cabe: en todo sistema que prioriza la propiedad privada por encima de la propiedad pública, la corrupción es parte sustancial del sistema mismo; puesto que éste no puede avanzar una sola pulgada, ni funcionar tampoco, sin acrecentar incesantemente las tasas de ganancia, privadas, a costa de los bienes públicos, señaladamente el trabajo de todos; es evidente que la creación de riqueza es un proceso colectivo, a costa del trabajo y la inteligencia de quienes trabajan, mientras que la apropiación de la riqueza así creada es de naturaleza privada, particular, individualizada en pocas manos. A eso se le llama capitalismo. Hoy, en su variable capitalista financiera, a sus dueños ha dejado de interesarles la democracia y el bienestar social, para arramblar con todo lo que pilla por delante para satisfacer su codicia. Y sus más significativos apóstoles son precisamente esos empresarios y políticos que, con su ejemplo corrupto, se forran ciscándose en todo lo que las mayorías consideran digno, relevante, necesario: la democracia, la convivencia en paz, la honestidad individual, los valores públicos.
Tengan pues piedad de todos nosotros, señores del capital financiero y adjuntos corruptos variados: los españoles y españolas merecemos descansar, no nos merecemos esta España triturada en jirones, de la cual, sin duda, sacarán partido los simplistas, los que culpan a la inmigración de los males de la patria que ellos mismos crean con su intolerancia y su odio; los que aplauden a los sociópatas que rigen el mundo y asesinan miles de inocentes cada hora; los partidarios de soluciones autoritarias aquí y por doquier, para acabar de cuajo con la vitalidad y convivencia de una sociedad democrática como la española que, pese a parecer que se nos escapa de las manos, ha sido, es y será capaz de resistir tantos embates que nos salen al paso por la frivolidad, la desidia y la maldad de unos pocos. Hay mucha más gente honrada que esa caterva de miserables. Depositemos en ella nuestra esperanza.
Una confidencia
Permítanme una confidencia: a muchos escribidores, como el que firma esta columna, nos encantaría escribir, siquiera de vez en cuando, sobre cosas bellas: sobre la amistad; el amor; el recuerdo endulzado por el cariño; el fluir del tiempo; la sonrisa, las gratas preguntas de los niños; su paz cuando duermen… tantas cosas que hacen que el vivir valga la pena, como la bravura de los que hoy, en tantos puntos de España, luchan a brazo partido contra el fuego y en defensa de lo que a todos nos pertenece.
Pero, desgraciadamente, hemos de seguir denunciando todo aquello que, como la corrupción, pone en peligro lo que es patrimonio de todos, dada la responsabilidad depositada en nuestras manos por la profesión que un día elegimos. “Nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno”, decía el poeta. Los periodistas somos garantes del derecho social a la información y, para garantizarla, hacemos uso de la libertad de expresión. La información es un bien público que a los periodistas compete administrar. Pero la información, de la cual deriva la mejor opinión, es propiedad social. Impedir que le sea arrebatada a la sociedad es nuestra principal responsabilidad social. Por ello, percibimos y denunciamos que la corrupción también ha llegado a nuestras filas: ese compadreo con los poderes, que observamos tan a menudo; esa apropiación, por parte de tantos medios, de un bien colectivo como lo es la información; esa mentira premeditada, desinformada, falaz… son de una deshonestidad e irresponsabilidad inusitadas. Desde luego, cabe el error, la equivocación, el desatino particulares; pero mentir en la escena pública premeditadamente, no solo es un crimen social, sino también un suicidio ya que el crédito personal es lo único de lo que el periodista dispone. Sin autocrítica, pues, nuestras críticas no valdrían nada. Que conste pues. Si una y otras, autocrítica y crítica, prosperan, si los corruptos son alejados de la vida pública y los políticos haraganes comienzan a trabajar en lo que les concierne, los diputados legislan con tino y sensibilidad social, más los jueces buscan la justicia, no el poder, tal vez, tal vez, las gentes podrán recobrar una existencia tan serena como la que anhelan y, humildemente, los periodistas podamos escribir, de cuando en cuando, sobre asuntos bellos, cosas gratas.