Vacaciones espectrales

15 de agosto de 2025
10 minutos de lectura

El Periodismo crítico no puede tomarse vacaciones al tún tún sin pensar bien el momento oportuno para hacerlo; claro está, teniendo en cuenta no hartar a quienes lo siguen

RAFAEL FRAGUAS

Tomarse vacaciones, para ciertos escribidores, es misión comprometida. No escriben solo para satisfacer, de modo narcisista, su propio ego. Que también. Lo hacen, sobre todo, porque consideran el Periodismo, de Información y de Opinión, una especie de sacerdocio. Sacerdos in aeternum, sacerdotes para siempre, decían los curas en sus colegios. Pero no, caro lector, cara lectora: nada de eternidades. No se asusten. Nadie va a eternizarse aquí. La realidad suele ser mucho más perecedera.

Sin embargo, en demasiadas ocasiones, el ejercicio del Periodismo debe adoptar la forma de un compromiso cívico ininterrumpido e inquebrantable con el cual, desde la sociedad civil, el poder, que tiene múltiples formas y deformaciones, evidentes unas, secretas otras, ha de ser controlado y fiscalizado socialmente. Y ello, para que no se descarríe como acostumbra.

Siete años de linchamiento

En el caso español, el descarrío viene cayendo mayormente del lado de un sector del espectro político embarcado en un perpetuo y fatigoso linchamiento contra quienes gobiernan, a los cuales les niega legitimidad y no les deja gobernar. Así, durante siete años ininterrumpidos. Por mor del propio linchamiento, los gobernantes yerran con más asiduidad de la habitual, amén de sus propias carencias. Y se ven obligados a vivir y hacernos vivir en un perpetuo estado de excepción. Estado que resulta enormemente fatigoso para el ánimo de la mayoría de españoles, hartos de tanto acoso y de tanta falta de diálogo.

¿Es tan difícil entender que los Gobiernos de coalición, como el actual, precisan de dialogar constantemente para ajustar sus programas, también con la oposición, a la acción común? ¿Qué pasa, que solo se entiende el gobernar como la forma excluyente del ordeno y mando? ¿No puede comprenderse que los acuerdos previos a las decisiones exigen concesiones mutuas, que hay zonas grises, ni blancas ni negras, a las cuales hay que acceder para hacer viable y vivible la vida social y política? Que alguna persona, abrumada por el trabajo o por la procura del sustento, no tenga tiempo para comprender esto podría resultar entendible. Pero que todo un espectro político, de supuestos profesionales de la política, no lo comprenda, es algo extremadamente grave.

Ese sector del espectro, la derecha y su segunda marca, rompieron, rompen y se proponen romper el código de conducta de todo comportamiento civilizado: el respeto al otro. El grado de bajeza al que ha llegado un/una dirigente político de la derecha, histérico/histérica por no aceptar su obligada lejanía del poder gubernamental, pasará a los anales de la abyección parlamentaria.

En España, es el principio de mayoría parlamentaria el que resuelve quien gobierna. Un partido puede ser mayoritario en las urnas, es el caso, pero minoritario en el Parlamento. Y, como depositario de la soberanía nacional, es el Congreso de los Diputados, al configurar la mayoría de gobierno, el que decide quien ha de gobernar.

Ese sector político espectral o bien carece de básica instrucción política democrática y no se ha enterado de nada o bien actúa así porque ha dejado realmente de ser demócrata. Esta segunda alternativa, tan inquietante, casa bastante con lo que desde hace tiempo muestra el capitalismo financiero, a cuyos pechos la derecha extrema y la extrema derecha española se acogen: su desprecio por los modos, formas y contenidos de la democracia política. Claro, ¿cómo va a someterse, el correoso mundo del dinero, al control democrático de sus movimientos mediante regulaciones estatales fijadas por el Parlamento?

Bueno, digamos que en ocasiones históricas puntuales, el capitalismo industrial europeo y estadounidense, precedente del capitalismo financiero, se avino a negociar cierto grado de bienestar para las clases asalariadas mayoritarias. Temía que el comunismo se extendiera, más aún, por Europa. Habló con los sindicatos y de aquel habla surgieron algunos mimbres para un reparto menos onerosos de la riqueza generada por todos pero apropiada por tan pocos. La democracia y el Estado eran los intermediarios que garantizaban un arbitraje algo equilibrado entre el mundo del capital y el mundo del trabajo.

Pero, héte aquí que cuando exprimieron al máximo las fuentes de extracción de plusvalía, es decir, del trabajo directamente humano, las ganancias del capital se redujeron algo. Y entonces, por parte de los dueños del capital comenzó un carrera desbocada, desenfrenada y por doquier hacia el asalto al Estado y la captura de beneficios, a costa de apartar todo obstáculo y todo lo que fuera preciso desmantelar: sería su principal víctima la clase asalariada mayoritaria, así como su escudo, la democracia, el sistema de gobierno parlamentario basado en las mayorías y el respeto a las minorías, la división de poderes, y el control cívico de la actividad política y económica, entre otros atributos. Y arrampló contra la democracia. Pugnó arteramente por acabar con las regulaciones fiscales estatales que controlaban sus caprichosos flujos, transacciones e inversiones; medidas oficiales que ponían sensatamente freno a su avaricia desmedida. Poco a poco, esa voracidad por la ganancia desmesurada, hoy en busca alocada de nuestros datos estrictamente personales como potencial fuente de riqueza, ha ido horadando los cimientos de la convivencia democrática. Y ha puesto las bases para una conflictividad potencialmente explosiva, al recrear una clase cada vez más amplia de desheredados, clase que se creía ya desaparecida.

De no surgir una propuesta social y democrática, progresistas y de izquierda real, consistente y viable, una parte de esas masas puede optar por el simplismo, el autoritarismo y la guerra, al darse hoy percepciones paralelas, para muchos, calcadas, de las que asolaron Europa en 1933, tras la crisis de 1929.

1981

El origen de toda la zarabanda contemporánea se sitúa a partir del acceso de Ronald Reagan a la Casa Blanca, en enero de 1981, un mes antes, qué curioso, del intento de golpe de Estado, con secuestro a mano armada del Parlamento español, en febrero de aquel año. La letal financiarización del capital, iniciada entonces y repicada por aquella horrible señora inglesa del peinado cardado, fue mimetizada por algunos líderes socialdemócratas vergonzosamente atrapados por el ultraliberalismo y el seguidismo militar al patrón transoceánico. Con ella se han causado estragos demasiado tangibles en nuestras vidas y en las de millones de seres humanos de todo el mundo como para olvidarse de ellos. Su efecto más visible, resultado del tan lucrativo como inhumano negocio de las armas y de su correlato, el rearme, ha sido una ristra de crueles guerras, desde Afganistán a Irak, Yugoslavia, Libia, Siria, Yemen, Ucrania o Gaza, entre otras, perpetuadas hasta nuestros días e inducidas por la superpotencia hegemónica, que ha ensangrentado desde entonces nuestro planeta. Ahora, esa superpotencia nos guía hacia otra guerra contra China, lo cual le exige rearmar a su costa una desnortada Europa y convertirla en la primera línea de su guerra particular contra una Eurasia unida a la que trata de desmembrar.

En la escena social, la principal perjudicada de toda esta involución, de todo este retroceso, ha sido la clase trabajadora, que sí, existe, se tenga o no conciencia de su existir, se trabaje o no con manos propias o con teclados; más precariedad es la oferta única que el capitalismo financiero le propone; también han sido sus víctimas las clases medias asalariadas y subalternas, más las masas en paro, sepultadas en la exclusión generada por la desigualdad que constituye el aire que respira el capitalismo, en todas sus formas conocidas; desigualdad que produce de manera incesante y sin la cual aquel no podría persistir. -No nos engañemos. Los partidos asumen los intereses de distintas clases. La palabra y el concepto de partido proceden de parte. Y la clase dominante se sirve hoy de los partidos espectrales para satisfacer al capitalismo financiero. Se trata de desorganizar la vida política. Decid “No a todo”, es la consigna que impone a sus portavoces parlamentarios. Con ello, facilita su adentramiento en el Estado, ya desarticulado, y consigue canonjías, exenciones fiscales, contratas, subvenciones y, lo que es peor, impone un método de actividad caracterizado por el capricho del dinero, sin corazón y sin patria, al albur de las fluctuaciones de un mercado desigual, que no equilibra nada, sino todo lo contrario.

El gran casino

Las Bolsas de valores son casinos especializados en desorganizar, por sus bandazos incomprensibles, cualquier forma de racionalizar la economía. Por si fuera poco, agencias privadas dedicadas a las auditorías, agencias que nadie elige y tan solo se representan a ellas mismas, exaltan o condenan, valoran o desvalorizan a su antojo empresas estatales o particulares.

Pese a todo, grandes compañías privadas de sanidad, seguros o farmacéuticas, imponen sus onerosas pautas sobre la salud pública, la vida y la muerte a toda la sociedad, mientras las constructoras e inmobiliarias campan a sus anchas corrompiendo a su paso todo cuando tocan, como estamos viendo; convierten así en mero negocio especulativo lo que constituye un derecho inalienable: la vivienda; truncan así, de cuajo, las posibilidades de que los jóvenes dispongan de pisos a su alcance para iniciar su vida adulta. A veces, casi siempre, esas macroempresas pagan jugosas comisiones a políticos corruptos a cambio de contratas públicas. Nadie les hace devolver las obras adquiridas. En otras ocasiones, los corruptores instalaron los chiringuitos corruptos en el seno mismo de la Administración del Estado, con terminales en el mismísimo Consejo de Ministros o en el Parlamento, para que se legislase a su gusto con pliegos redactados por los mismos corruptores.

La economía es una Ciencia Social, por cierto. No es una matemática, ni una aritmética, ni siquiera una contabilidad. Tampoco es una disciplina meramente empírica. Es una Ciencia ideada por seres humanos para seres humanos, donde sujeto y predicado son personas, no guarismos, no una herramienta impersonal postrada a los pies de un estrambótico mercado devenido en insaciable Moloch.

Nadie dice que la economía no requiera de una administración. La anarquía conserva su impronta utópica. La complejidad de la vida social cotidiana impone gestionar la satisfacción de las necesidades públicas y privadas a través del Estado, como construcción política de poder transformada en órgano de arbitraje social y de defensa democrática de los intereses mayoritarios. Su poder de coerción, real, debe restringirse al máximo.

Lo que está verdaderamente en cuestión es un sistema (¿antisistema?) económico, el capitalismo financiero, alejado de toda racionalidad, de toda sensatez, de toda humanidad, que solo sabe erguirse ominosamente sobre los hombros de los demás a costa de sepultarlos en la desigualdad y en la pobreza. Lo peor es que, además, es capaz de inyectar a muchos de los explotados una ideología que les hace olvidar lo que en realidad son y quién les explota. El mecanismo se llama alienación. Consiste en adquirir la conciencia ajena. Nunca el mundo del dinero contó con tantos dispositivos para idiotizar masivamente a tanta gente.

Por todo esto, el Periodismo crítico, edificado de palabras y razones como uno de los parapetos democráticos contra los excesos del poder, en todas sus formas y deformaciones, no puede tomarse vacaciones al tún tún sin pensar bien el momento oportuno para hacerlo; claro está, teniendo en cuenta no hartar a quienes lo siguen.

Siete años sin tregua

Hoy asistimos en España a un intento inusitado de descabalgar a un Gobierno al que no se ha permitido un minuto de tregua desde su acceso a La Moncloa, con un fuego graneado a base de bajezas sin límite, insultos, mentiras y malas artes. Jueces prevaricadores juegan un papel destacado en esta especie de cacería ad hominem. Aún así, el primer Gabinete de coalición de la democracia española posfranquista en cuatro décadas, ha tomado en solo siete años medidas de alcance, acosado por retos naturales y presuntos sabotajes sin precedentes; medidas urgentes, unas, templadas otras, necesarias todas. Salariales, relativas a pensiones, a derechos mayoritarios, a garantías cívicas de igualdad de género, de equilibrio regional; ha desactivado las pulsiones independentistas, mediante una costosa amnistía… Y en el ámbito de la política exterior, ha adoptado medidas valientes, como fortificar los nexos euroasiáticos con China, y condenas contundentes en foros internacionales contra la arrogancia de Donald Trump, flagelo de Europa, y de su pupilo, el criminal de guerra Benjamín Nethanyahu. Pero estas medidas son, aún, insuficientes. Ni un cartucho adquirido o vendido al Gobierno genocida israelí, ni un dispositivo electrónico, pueden ya salir de o entrar a los arsenales españoles.

Por otra parte, el déficit democrático que España registra es todavía muy amplio. Baste considerar el ejemplo siguiente: de puntillas ha llegado al Consejo de Ministros la ley de Información Clasificada, que podrá poner fin a la arcaica ley de Secretos Oficiales (perpetuos) de Franco, promulgada en 1968. ¡57 años de silencio estatal premeditado pesan sobre nuestras espaldas! Si el Partido Socialista Obrero Español se atreve a gobernar en clave progresista, como su socio de Gobierno, Sumar, y gran parte de sus aliados parlamentarios le recuerda asiduamente, apoyos sensatos para seguir hasta el fin de la legislatura no le van a faltar; pero la herencia socioliberal de los González, Guerra y Solchaga pese a los esfuerzos por desembarazarse de ella, todavía ocasionalmente le acobardan. Quizá sean un residuo de vocación consensual… Empero, otras medidas, de alcance estatal, que exigen un obligado consenso con la oposición, pese a tal vocación de pactos, no serán adoptadas nunca, porque esa oposición ha dejado de serlo, por haber dejado de pensar en la colectividad y en sus demandas, para centrarse en su propio ombligo y convertirse en un vociferante coro de gentes zafias, maleducadas, de maneras fascistoides y, objetivamente, antidemócratas. No parecen reparar en que, actuando de tal manera, impiden que la crítica serena, contundente y argumentada cumpla su necesaria función de enmiendas al Gobierno. Con lo cual, los errores y excesos gubernamentales se pueden perpetuar de manera indefinida.

¿Efectos sin causas?

Qué curioso que desde las filas de la extrema derecha se abomine de los efectos del sistema, que los tiene sin duda, pero que nadie desde sus bancadas se atreva a alzar la voz contra la injusticia del gran capital financiero que se sitúa en el origen -y es el causante- de casi todo lo que nos sucede, como hemos tratado de argumentar. La corrupción, ese cáncer de las democracias, prolifera por doquier, como efecto de la voracidad, personalizada y también y objetiva, del gran capital, de los patrones de conducta que dicta el desaforado mundo del dinero.

Veamos lo que acontece en las semanas próximas. Pedir a los rabiosos portavoces de la (inexistente, por ineficaz) oposición que nos dejen en paz durante unas cuantas semanas temo que será tarea baladí. Pero, si su griterío remite, si los jueces encuentran pruebas para instruir sus causas y si la policía judicial deja de venirse arriba como si fuera la santa Inquisición, en vez de ceñirse a instruir, que es lo suyo, no dude el querido lector ni la querida lectora, que algunos escribidores, por su bien, nos tomaremos el preciado asueto. Estamos deseando no amargarles la vida con unas vacaciones espectrales.

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