MEDINA DEL CAMPO: UNA NUEVA ESPERANZA (II)
Palencia, Valladolid y Salamanca se habían anticipado a la creación de estos Colegios llamados Doctrinos porque en ellos se enseñaba especialmente la doctrina cristiana, al mismo tiempo que a leer y escribir y aquellos oficios que se acomodaban a la capacidad o elección de los niños allí acogidos, preferentemente huérfanos o hijos de familias menesterosas. Como curiosidad podemos decir que muchos de los catecismos que se distribuían entre los internos provenían de lo recaudado en los expolios inquisitoriales.
Por su sola condición de huérfano, Juan de Yepes tiene acceso al Colegio de los Doctrinos de Medina del Campo, donde le aseguran el porvenir del hambre y le facilitan el entrenamiento en cualquiera de los oficios que aliente su capacidad. A cambio, tiene que hacer de monaguillo en la iglesia de la Magdalena (con tres compañeros permanecerá en la sacristía de 7 a 11 de la mañana, si es invierno, esperando los requerimientos de la monjas), cumplir un horario de responsabilidades -entre ellas la de asistir a los entierros para dar lucimiento al cortejo-, y pedir limosna por las calles en defensa de la siempre difícil economía de estas instituciones.
Para lo primero Juan de Yepes no tiene el menor inconveniente: su natural piadoso le aproxima con gusto al oficio de servir al altar donde el Señor comienza con sus alertas de enamorado. Desde las rejas de su coro, las monjas agustinas observan el acompasado moverse de Juan por las gradas del altar, sin la equivocación de rozar las campanillas, dar al sacerdote el vino dulce de las vinajeras o levantar el pico de la casulla en el momento supremo de la elevación. Así un día y otro, ganándose el pan con ese Pan de la ganancia entera.
Verlo pequeño y de luto acompañar a los difuntos es imaginable en una época en que se intenta tapar con falsas compañías la perfecta soledad de la muerte. Cuando los ojos ya no saben mirar, ni las manos alargarse en los abrazos, ni se puede caminar en busca de nadie, es necesariamente lógico que sean los otros quienes nos miren, nos busquen y nos abracen, aunque sea de oficio. Juan de Yepes ofrece sin reservas su sotana de monaguillo en estas liturgias del desamparo.
Pero lo que verdaderamente le resulta trabajoso es pedir por las calles en socorro de la supervivencia. Después tendrá que hacerlo también para el Hospital de Bubas y después ya nunca más podría, porque la memoria es un impedimento que le traba al recordarse con la bolsa en la mano reclamando la atención de los indiferentes.
Sólo porque “la obediencia nos hace salir del propio querer”(Avisos 158), y es grande la necesidad, Juan de Yepes se doblega al ejercicio de enseñar la bolsa declarando con ello su triste condición de huérfano. Cuando sea superior de conventos y estén en el límite los recaudos, fray Juan preferirá esperar la mano larga de la Providencia diciéndoles a quienes quieran escucharlo: “Los bienes no van del hombre a Dios, sino que vienen de Dios al hombre” (II N. 16,15). O musitará entre dientes una de sus canciones favoritas:
Quedéme y olvidéme el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado (S.8)
Juan de Yepes sigue cumpliendo con sus obligaciones de pupilo sin que eso signifique que el Colegio le va a redimir con un oficio que garantice su futuro. Sucesivamente ensaya los de sastre, carpintero, entallador y pintor en los que demuestra diligencia, aunque no capacitación. La tijera, el martillo o el pincel se resisten a la torpeza de unas manos que han nacido para cortar las ramas del aire del Espíritu y hacer, con la palabra el dibujo más claro de sus experiencias.
Esto no quita, sin embargo, que Juan de Yepes sea un niño normal; elegido, pero normal. Hemos de rechazar la tentación de verlo almidonado o extático recorriendo en pasmo las calles de Medina. A sus once años y algo más, aprovechando los respiros de sus responsabilidades, juega con sus compañeros de orfanato que entienden, como él, de obligadas colectas, de misas y de entierros.
…Ver el juego de los niños es como recuperar el candelabro de aquella luz que fuimos. Es la única vez en la vida que correr no significa ir en busca de alguien o de algo: se salta por pura maravilla, para podar la exuberancia.
Saltando -parecido a lo que en tiempo atrás le ocurriera en la laguna-, Juan de Yepes sufre un accidente cayendo al pozo sin tapadera que hay en el patio de un hospital. Cuantos lo vieron, aseguran que era imposible salir de aquella hondura: el mismo golpe con el agua o el mínimo roce con la mampostería eran de por sí suficientes para que nadie esperase un milagro. Pero Juan paree ser que tiene una mano protectora y, con una serenidad que asusta, pide una cuerda para atarse a ella, asegurando luego que fue una tabla donde se sostuvo, la que le salvó nuevamente de la muerte. Una tabla y una fuerza, que no atina a decir, lo devuelven a la normalidad de su risa.
Los vecinos, desde entonces, comienzan a mirarlo de otro modo. Hay en este niño un equilibrio en todo lo que hace, un asomo de eternidad pequeña, que suscita inevitablemente el asombro de aquellos que pasan. Don Alonso Álvarez de Toledo es un señor de Medina que agranda su señorío atendiendo al Hospital de la Concepción, uno de los catorce que existen en la ciudad reclamado por la urgencia de tantas enfermedades. Don Alonso se fija en Juan de Yepes, en la seguridad de su estilo, y le propone que se vaya a trabajar con él en procura de alivio para los apestados de sífilis. Por propia iniciativa, Juan acepta el doloroso reclamo al borde mismo de su adolescencia.