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“Que hable ahora o calle para siempre”: la frase peliculera de las bodas tiene nueve siglos de historia

El novio y la novia.

Las bodas están bien, pero si durante la ceremonia ocurre algún imprevisto como que aparezca alguien oponiéndose al casamiento la cosa ya suena mucho más interesante, o eso dice el cine. Una frase: “Que hable ahora o calle para siempre”. Un sinfín de posibilidades. ¿Quién no ha fantaseado alguna vez con ello? Sin embargo, llegado el momento, no hay frase por ninguna parte. Nuestro gozo en un pozo. ¿Es un invento fílmico? ¿Cosa del pasado? ¿Alguna vez se ha detenido una boda por deseo de un invitado? según ACV.

La respuesta a todas esas preguntas es sí, pero no es tan sencillo como suena. Para ser precisos hay que hurgar en la historia y en el desarrollo de esta psique social ahora entendida como un tanto traviesa, aunque con excusa. Porque pese a no ser un invento puramente cinematográfico, es cierto que el cine y la pantalla han llevado este momento al culmen del melodrama, eso que tanto nos gusta, pero pese a llegar hasta nosotros de manera ficticia, tiene un origen real.

Hay que situarse en el siglo XVI. Fue entonces cuando se popularizó en el ‘Libro de Oración Común’ de los cristianos la fraseología exacta que por unos segundos pone en riesgo el banquete. Apareció concretamente en la sección de liturgia matrimonial, aunque tras ella llegaron muchas versiones más, incluida la más reconocida, de 1662, que es la base de lo que las películas han repetido. Aquel libro también ayudó a popularizar otras frases estrella del momento nupcial como “Hasta que la muerte nos separe”.

El contrato del matrimonio

A través de aquellas palabras se buscó una nueva forma de proteger lo que se entendía como el contrato del matrimonio. Así, por ejemplo, si un padre no había pagado la dote convenida, la frase de “que hable ahora o calle para siempre” otorgaba a la familia contraria la oportunidad de hablar y oponerse a la unión. De la misma forma, también servía para poner en tela de juicio la virginidad de una novia, un requisito indispensable para el matrimonio de la época.

Todo surgió, en realidad, mucho antes, a partir de una serie de cambios en la ley de matrimonio que se dio dentro de la iglesia católica a partir del siglo XII. En aquel momento, la idea de matrimonio, a ojos del cristianismo, seguía siendo difusa, por lo que los eruditos bíblicos buscaban una definición a su gusto, esto implicaba establecer qué se requería para que simbólicamente sucediera.

El proceso culminó cuando el Papa Alejandro III decretó que dos personas estaban casadas cuando ambos se declaraban así en tiempo presente. Es decir, si las palabras eran pronunciadas en privado, era un matrimonio clandestino y, por tanto, no reconocido por la autoridad cristiana que regía la sociedad. No obstante, aquello no significó más que un auge aún mayor de rituales al margen de lo establecido.

Tres semanas para objetar

“Prohibimos rotundamente los matrimonios clandestinos, y prohibimos también que un sacerdote se atreva a presenciar tal cosa. Por lo cual, extendiendo a otros lugares en general la costumbre particular que en algunas prevalece, decretamos que cuando los matrimonios han de contraerse, deben ser anunciados públicamente en las iglesias por los sacerdotes en tiempo conveniente y fijo, para que si existieren impedimentos legítimos puedan darse a conocer”, sentenciarían los altos mandos de la iglesia católica a través del Cuarto Concilio de Letrán de 1215.

Así fue como surgió la lectura de amonestaciones, primero entre toda la sociedad católica y más tarde permaneciendo en grupos cristianos concretos. En un principio, el acto duraba aproximadamente tres semanas consecutivas.

Durante dicho tiempo, conocido como días de servicios dominicales, se anunciaba la propuesta de matrimonio y se pedía que cualquier miembro de la comunidad a la que pertenecieran las dos personas comprometidas se presentara ante las autoridades si conocía una razón de peso por la que no se debiese permitir que estas se casaran. Además, la frase se recordaría por última vez cada vez que se llevara a cabo la ceremonia de boda.

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