La personalidad, estilo, valoración y grandeza de Rafa Nadal están por encima de cualquier consideración sesgada. Pero incluso a los más grandes como él se les suele perder un remo cuando navegan en piragua. No soy quién para juzgar las actitudes de nadie y menos las de un muchacho tan destacado como Rafa, que me perdone por eso, pero colocarse un reloj de un millón de euros para jugar al tenis con Djokovic me parece un desafío a la necesidad, un murmullo en la muñeca de riquezas sepultadas. Ya sé que se trata de un contrato comercial, pero igualmente es una demasía.
Perdió, no por eso, sino al advertir que en sus manos, además de una joya tan costosa, lleva el cansancio acumulado de su bravura elegante con el peso de la raqueta. Frente a él, la discreción de Djokovic que exhibió una cruz fuera de la camiseta para demostrar a los perturbados organizadores de los Juegos Olímpicos que su mayor riqueza es creer en un Jesucristo al que habían ofendido. Y ganó. No por llevar la señal del cristiano sobre el pecho, sino por mostrar su prudencia nacida de un convencimiento interior.
Todos nos equivocamos en ocasiones. Yo muchas veces.