El mal olor de pies es más común de lo que se cree. No es solo una cuestión de higiene descuidada, sino el resultado de un entorno perfecto para la proliferación bacteriana: humedad, oscuridad y calor. El sudor por sí solo no huele, pero en contacto con las bacterias que viven en la piel —especialmente en los espacios entre los dedos y bajo las uñas— se descompone y produce ácidos con un olor penetrante, a menudo comparado con queso, vinagre o incluso azufre.
Según podólogos consultados, hay quienes sudan de forma excesiva por causas hormonales, genéticas o médicas. En esos casos, mantener los pies secos es clave: lavarlos a diario con jabón neutro, secarlos bien (incluidos los espacios entre los dedos), y cambiar a menudo de calcetines y calzado puede marcar la diferencia. También se recomienda aplicar desodorante específico para pies o antitranspirantes.
Si el olor persiste o se acompaña de síntomas como picor, enrojecimiento o descamación, podría tratarse de una infección bacteriana o fúngica. En ese caso, lo mejor es consultar al podólogo, quien podrá recetar tratamientos específicos e incluso valorar el uso de métodos como la iontoforesis o inyecciones de bótox para frenar la sudoración excesiva.
Además, cuidar el calzado es tan importante como cuidar los pies. Cambiar las plantillas cada pocos meses, desinfectar los zapatos y no repetir el mismo par dos días seguidos ayuda a cortar el ciclo de humedad y olor. En definitiva, el mal olor de pies no tiene por qué ser permanente: con constancia, atención a los detalles y, si es necesario, apoyo profesional, se puede combatir eficazmente y sin tabúes.